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"¿Qué más necesitamos para dar el paso que esperan y anhelan millones de cristianos?"
"Cuando la pureza, más bien que la justicia, se convierte en el medio cardinal de la salvación, hemos caído en una auténtica aberración"
Jose Maria Castillo
18 de mayo de 2019
Religión Digital
El año 1971 publiqué un libro titulado “¿Hacia dónde va el clero?” (edit. PPC). El último capítulo trataba el tema del celibato. Un estudio histórico, que fue redactado por el gran historiador de la Iglesia, que es el profesor Manuel Sotomayor. Voy a resumir lo más importante que Sotomayor decía entonces. Y añadiré algunos datos, que pueden ayudar para hacerse una idea de lo que más conviene a la Iglesia, en este momento, cuando el reciente informe del Washington Post ha reavivado la preocupación por este asunto.
Jesús no dijo ni palabra sobre la ley del celibato. San Pablo invoca el derecho que tienen los apóstoles a llevar con ellos una mujer hermana en la fe (1 Cor 9, 5). Y en las cartas pastorales, se pide que los ministros de la Iglesia tengan una mujer, que sepan administrar su casa y educar a sus hijos (1 Tim 3, 2-5. 12; Tit 1, 6). Se sabe, con seguridad, que hasta el s. IV, los sacerdotes y los obispos se casaban y tenían hijos. El historiador Sócrates dice que, en el concilio de Nicea, algunos obispos pidieron que se obligara a los clérigos a vivir célibes. Pero un obispo, llamado Pafnucio, hombre célibe y austero, se opuso a aquella petición “y gritó bien alto que no se debía imponer a los hombres consagrados ese yugo pesado, diciendo que es también digno de honor el acto matrimonial e inmaculado el mismo matrimonio” (Sócrates, Hist. Ecl. I, XI. PG 67, 101-104).
Pero el rigorismo puritano empezó, relativamente pronto, a imponer sus exigencias. El año 385, el papa Siricio prohibió a los sacerdotes que enviudaban que pudieran volver a casarse (PL 56, 561). Además, desde el concilio de Nicea (año 325), los clérigos que querían casarse, tenían que hacerlo antes de ser ordenados “in sacris” (órdenes sagradas). Una vez ordenados, ya no podían contraer matrimonio.
Más estricto fue el concilio de Elvira (en la actual Granada), a principios del s. IV, que decretó, no la ley del “celibato” (como se suele decir), sino la obligación de la “continencia” (can. 33). Los sacerdotes podían casarse. Pero, desde el momento en que eran “ordenados in sacris”, no podían usar del matrimonio. Un decreto que, según parece, encontró serias resistencias en el clero. Por eso, sin duda, el año 385, el papa Siricio escribió la conocida carta a Himerio, obispo de Tarragona, en la que reprende a los clérigos que no observaban la “continencia” (PL 56, 554-562). Señal de que, por lo visto, quebrantaban esa obligación con frecuencia. La prohibición absoluta del matrimonio a los diáconos y sacerdotes es del concilio primero de Letrán año 1123 (can. 3. DH 711).
En cuanto al celibato de los obispos, el motivo fue el interés económico. Para que los bienes de la Iglesia no fueran heredados por los hijos del prelado. Justiniano, en el año 528, lo testifica sin lugar a dudas (Epist. Ad Victricium. PL 20, 475-477).
Después de la Edad Media, lo mismo en Trento que en el Vaticano II, se ha repetido la prohibición que provenía de la Alta Edad Media. La ley del celibato, pues, no es un dogma de fe. Por eso, el papa o un concilio ecuménico pueden suprimir esa ley en cuanto lo consideren necesario.
Pero queda por responder una pregunta importante: ¿qué motivos de fondo explican esta ley? En la Biblia no hay ninguno. Entonces, ¿de dónde proviene esta “incompatibilidad” de “lo sagrado” con “el matrimonio”? Los lazos, que puede haber, entre “lo sagrado” y “los lazos de la carne” han sido bien analizados por el profesor Carlos Domínguez (“Creer después de Freud”, pg. 173 ss). Ya, en 1970, R. Gryson publicó un buen estudio histórico en el que demuestra que la ley del celibato no tiene ningún origen revelado por Dios. Entonces, ¿de dónde proviene históricamente la confusa y complicada relación entre lo sagrado con la correcta experiencia de la sexualidad?
>El profesor E. R. Dodds, en un excelente estudio sobre “los orígenes del puritanismo”, demostró (hace ya años) la influencia decisiva, que tuvieron los chamanes, de los que quedan influencias en el norte de Asia, en autores tan reconocidos como es el caso de Pitágoras o el de Empédocles de Agrigento. “El placer – dice el catecismo pitagórico – es malo en todas las circunstancias; porque venimos aquí para ser castigados y deberíamos ser castigados” (E. R. Dodds, “Los griegos y lo irracional”, Madrid, Alianza, 2001, pg. 149). Empédocles llegó más lejos, defendiendo incluso el suicidio racial. En todo caso, “cuando la pureza, más bien que la justicia, se convierte en el medio cardinal de la salvación” (Dodds), hemos caído en una auténtica aberración. Un camino equivocado del que, muchas veces, no se ha librado la Iglesia.
Pues bien, si el fundamento del celibato es tan dudoso e inconsistente, ¿no ha llegado ya el momento de que la Iglesia piense, muy en serio y con urgencia, en que ya son demasiados los cristianos, las parroquias, los ciudadanos en general, que se quedan sin poder oír la Palabra de Dios, sin poder celebrar el “recuerdo de Jesús”, que es la Eucaristía, o simplemente resolver sus dudas o encontrar alivio para sus problemas de conciencia? Si pensamos que una decisión de esta importancia necesita de tiempo y de personas bien preparadas, ¿qué más necesitamos para dar el paso que esperan y anhelan millones de cristianos?