Formación inicial en el seminario de Sigüenza (Guadalajara); posteriormente, en la universidad de Comillas. Cura en un pueblecito de la sierra madrileña, donde ejerció al tiempo de maestro, en otro del oeste de la diócesis (Cenicientos) y en una parroquia de Moratalaz.
Profesor y formador en el seminario menor de Madrid, en la época del cardenal Tarancón, como miembro de un equipo que asumió la tarea de llevar a efecto un cambio de línea formativa tras el Vaticano II. Durante esta etapa mantuvo un contacto intenso con grupos de post-Júnior.
Compatibilizó estas tareas con clases de Filosofía en varios colegios. Uno de los iniciadores del Moceop, en Moratalaz, y miembro de los equipos que lo han coordinado a nivel estatal. Actualmente es el delegado en la Federación Europea de Curas Casados.
Nací el año 1943, en Ambite de Tajuña (Madrid), en una familia de cuatro hermanos y una hermana. Los primeros recuerdos de los años vividos en mi pueblo y en el cercano Tielmes de Tajuña son los típicos de la posguerra: protagonismo de las llamadas fuerzas vivas (militar-dueño de una finca y palacio a las afueras del pueblo, cura, maestro, médico, alcalde, farmacéutico, pequeños funcionarios, entre los que se encontraba mi padre como jefe comarcal del Servicio Nacional del Trigo); papel decisivo del cura y de las celebraciones religiosas. Una infancia entretenida por juegos infantiles, pequeñas travesuras y asistencia a la escuela y a la iglesia; y arropada por el entorno familiar y la cercanía de los vecinos. Un mundo pequeño, rural, centrado en el campo y el descubrimiento diario de animales, plantas y estaciones. Vida sencilla, sin muchos problemas; mi familia no poseía ningún tipo de tierras ni casas; la subsistencia estaba asegurada por el trabajo paterno. Me siento un niño querido y valorado. Desde el principio recuerdo en mi familia un especial interés por nuestra educación: el maestro nos daba clases particulares en casa; y con diez años inicio bachillerato como alumno libre, desplazándome a Madrid para realizar los exámenes en el instituto Cervantes.
Es en estos últimos años de mi permanencia en Tielmes cuando se manifiesta mi incipiente vocación: a raíz de unas misiones populares celebradas en el pueblo, la idea de dejar el bachillerato y comenzar los estudios del seminario, se va acentuando y madurando en mí, colaborando en ello algún que otro amigo -monaguillo como yo- que se plantea lo mismo. En mi familia no hay rechazo; mi madre, de ideas más religiosas y conservadoras, lo veía con muy buenos ojos; y mi padre lo daba por bueno, a pesar de su pasado republicano: cosa de la que entonces no se hablaba y que sólo posteriormente he ido conociendo. Mis ideas y vivencias religiosas son las del momento: presididas por el pecado, el cumplimiento y el miedo, giraban en torno a las celebraciones, los sacramentos, el cumplimiento pascual controlado nombre a nombre, la bula de cruzada1, las prácticas piadosas y el catecismo. Pero al tiempo se abría ante mis ojos de niño un horizonte bastante indefinido de dedicación a los demás y de tarea social importante y reconocida, que me resultaban atractivos y me hacían sentirme elegido para esa misión especial.
El traslado de mi padre a Alcolea del Pinar (Guadalajara) hizo que me incorporara al seminario de Sigüenza: ciudad alucinante por su patrimonio histórico-artístico, con una presencia clerical intensa, acorde con su pasado medieval. Lo que allí me encontré era un exponente típico de los llamados seminarios conciliares o tridentinos: espiritualidad basada en las prácticas piadosas, control de la conciencia personal a través de la confesión y la dirección espiritual, creencias centradas en el miedo a todo lo que supusiera riesgo de pecado, especialmente en el terreno sexual, fidelidad a Dios identificada con la obediencia a los superiores-formadores... Analizado desde hoy, un modelo de formación y de cura desencarnado, desgajado de la vida real de las personas y centrados en una santificación personal de corte monástico.
En ese ambiente cerrado, sin ningún resquicio para la crítica, durante los cursos de 1955 á 1961, tuve la suerte de encontrarme no sólo con un grupo de compañeros generosos, despiertos e ilusionados, sino también con un equipo de formadores dotados de un sentido común, una cercanía y un cariño nada corrientes, que en ocasiones parecía estar en otra perspectiva diferente a la que marcaba la institución que representaban: dualidad posteriormente captada hasta la saciedad. El éxito en los estudios, la valoración de mi buen comportamiento y la convicción de estar haciendo lo que Dios esperaba de mí, facilitaban que me sintiera bien conmigo mismo, que me identificara con lo que se me hacía interiorizar y aprender. Pero, al tiempo, yo me encontraba bastante encorsetado en el papel de seminarista «ejemplar», que me restaba las pocas posibilidades de libertad y de crítica existentes. El deporte, la música y ciertas excursiones vocacionales por la provincia ponían cierto colorido en todo aquello.
Esta situación personal ambivalente terminó con mi incorporación a la Universidad de Comillas, para realizar las licenciaturas de Filosofía y de Teología. A las orillas del Cantábrico pasé los cursos de 1961 a 1967. Comillas no sólo me permitió sentirme mucho más libre y menos condicionado por mi imagen ante los demás; me proporcionó además el contacto con estudiantes de muy diversas procedencias, de gran valía personal e intelectual; y me ofreció un entorno privilegiado en que madurar mi formación intelectual y humana, y clarificar mis proyectos de futuro.
Es verdad que el mundo ideológico-religioso de todos los seminarios era básicamente el mismo; pero la forma de aplicarlo y vivirlo en Comillas contrastaba radicalmente con lo vivido anteriormente; y, sobre todo, la lectura que de aquel entorno hacía el colectivo estudiantil -un clima humano dinámico- en que me encontraba, relativizaba de forma decisiva muchos de los presupuestos anteriormente intocables: a ello colaboraban de forma importante las lecturas, tertulias y algunas conferencias. El contacto con los pueblos de los alrededores en las salidas a catequesis y, especialmente, en mi caso, la convivencia con Cecilio, cura entonces de la parroquia de Cóbreces (Cantabria) en la que ayudaba, me posibilitaron experimentar otra forma de ser cura.
El inicio, desarrollo y culminación del Concilio Vaticano II (1962-1965) fue otro acontecimiento decisivo en mi vida. Las noticias llegadas de Roma confirmaban que la línea seguida en nuestras mejores clases de Teología por un cualificado grupo de profesores, estaban en la perspectiva correcta: se podía soñar. Desde Comillas se seguía con auténtica pasión todo lo que estaba sucediendo en Roma, se iban aplicando significativas reformas litúrgicas y se sentía cómo otra forma de ser iglesia y de ser curas no sólo era posible, sino que se iban haciendo oficiales. Al menos eso pensábamos. Y por ello aposté.
Como tal vez quede claro en este breve relato, mi vocación y formación cuentan con casi todos los ingredientes ambivalentes de aquella época: elementos todos que condicionaron mi vida, pero que, al mismo tiempo, la impulsaron y la fueron haciendo madurar. Es aquello tan repetido del yo y las circunstancias, tan entrelazados que apenas es posible dilucidar dónde termina uno y empiezan las otras... Sí puedo subrayar que mi camino hacia el sacerdocio fue gradual, lento, sin grandes giros ni virajes: un recorrido de profundización y discernimiento, con procesos oscuros que habría preferido no recorrer; pero con otros luminosos que, en mi caso, no habrían sido posibles sin los primeros. De todo ello me siento orgulloso y por ello doy gracias a Dios y a la vida.
Otro elemento que también ayudó a mi clarificación, fue la convivencia con quienes llevaban la parroquia en que vivía mi familia tras su retorno
a Madrid. Ese otro tipo de cura, esa otra forma de vivir la fe y esa posibilidad de hacer comunidad, en el barrio de Vallecas, eran no sólo atractivos sino reales: había creyentes y curas (Salvador, Tomás, Fernando, Sebas, Pepe...) que lo conseguían. Tanto me atraía esta forma de ser cura que quise quedarme como diácono un año con ellos, al terminar los estudios. Pero el entonces obispo de Madrid, no aceptó el proyecto. Necesitaba curas pronto para cubrir ciertas vacantes en la sierra.
Me ordené cura en 1967, en la diócesis madrileña y no en la seguntina, dado que mi familia vivía de nuevo en Madrid; pero también para eludir un destino más que probable, como profesor, en el seminario de Sigüenza, lo que para mí representaba la vuelta a un pasado que sabía superado. Ceremonia sencilla y familiar, en mi entorno vallecano. Y mi primer destino fue Puebla de la Sierra: unas noventa personas, en su mayoría ancianas, me esperaban, perdidas en las estribaciones de Somosierra, sin médico, ni maestro, ni practicante. La permanencia en aquel pueblo facilitó mi primer contacto con la enseñanza: nadie quería aquel destino y, al igual que el compañero anterior, fui declarado maestro «idóneo sustituto». La escuela llenaba gran parte de mi día; ejercí también de practicante, para evitar que tuvieran que pagar costosos desplazamientos; el resto del tiempo se completaba con la atención a la demanda religiosa de aquellas gentes (misa, rosario.) y, sobre todo, con la convivencia, los ratos de la taberna, las partidas de cartas de los domingos y las tareas comunes (quitar nieve, ayudarnos.) Ocho meses de vida sencilla y convivencia cercana; en un entorno en que aquellas gentes te sentían como alguien de fuera y superior, pero accesible y entregado a ayudarles y dispuesto a compartir su abandono y soledad. Me sentí útil y querido.
Mi segundo destino fue Cenicientos, en la confluencia de Madrid, Avila y Toledo. Pueblo de unos 2500 habitantes, que vivía de la construcción y del campo (vid, higuera.) Las demandas religiosas eran mayores: mi objetivo fue responder a ellas con dignidad (había habido experiencias bastante folklóricas con el cura anterior); pero, sobre todo, con una perspectiva misionera, evangelizadora y depuradora de sentidos mágicos y costumbrismos. Junto a las celebraciones, los grupos de formación, la
catequesis, la preparación participativa de fiestas y ciertas campañas pastorales coordinadas con otros curas de la zona, me hicieron sentirme aportando mi granito de arena por hacer realidad algunas de las grandes líneas del Vaticano H. Otro campo al que dediqué más tiempo, fue el desarrollo humano y la promoción cultural: centro parroquial, academia de contabilidad y taquimecanografía, cine-fórum para adultos, cooperativa de confección, clases para alumnos libres de bachillerato, asociación-club de jóvenes: tareas en las que pude contar con los cimientos ya puestos por algunos de los curas anteriores y con fenomenales colaboradores. La plaza, los bares, el campo de fútbol, las casas de quienes te recibían en ellas, se repartieron una gran parte de mi tiempo. Estoy refiriéndome a finales de los sesenta y primeros de los setenta: años en los que las tareas de promoción social, estaban bastante desatendidas en España. Cenicientos llenó para mí unos años en que me sentí cura útil y cercano -aunque llegado de fuera- con tareas y proyecciones diferentes al destino anterior: pero con el mismo sentido de estar avanzando lentamente hacia otra forma de ser creyente y cura.
Durante estos años, parte de mi tiempo lo dedicaba a dar unas clases en el colegio-seminario de Rozas de Puerto Real. Esto facilitó que, algún curso después, al llegar el cardenal Tarancón a la diócesis de Madrid y decidir transformar el seminario menor con arreglo a otras directrices, se contara conmigo para formar parte del equipo que llevaría a cabo esta transformación. Me costó mucho dejar Cenicientos; pero creí que la apuesta y el equipo lo merecían. Así pues, mi siguiente destino (cursos de 1972 á 1976) fue la sección del seminario menor situada en Madrid, con los alumnos de 5o, 6o y COU. Fueron estos cursos un reto muy serio, buscando otros cauces y otro recorrido para los futuros curas. En proyecto formativo escrito, hecho suyo por nuestro cardenal, apostábamos por una formación que tuviera como eje la profundización en la fe personal, la seriedad académica (con estudios reconocidos oficialmente, lo cual facilitaría la libertad de elección al finalizar el bachillerato) y el contacto con las parroquias y grupos juveniles de procedencia (fomentábamos el mediopensionado o, incluso, la residencia en la propia familia). Pensábamos que la vocación al ministerio presbiteral, si surgía, debía nacer desde la experiencia de una fe personal y en contacto con comunidades reales. Y para predicar con el ejemplo, los formadores nos
integramos como consiliarios en grupos juveniles (post- Júnior, convivencias en colegios, grupos de seguimiento...) Nuestros mayores conflictos surgieron en relación con el seminario mayor y con un sector del clero madrileño en desacuerdo con esta línea formativa.
Esta interesante experiencia finalizó cuando el equipo que la sustentaba, dimitió: en parte, porque los aires llegados de Roma comenzaron a cuestionar la propia apuesta del cardenal Tarancón; y, en parte, para dejarle mayor margen en su intento de crear un equipo unificado para todo el seminario. De ahí pasé al barrio de Moratalaz: allí transcurrieron los últimos cursos (1977-1980) de ministerio oficial, junto a unas clases de Filosofía en un colegio de Orcasitas y mi dedicación a grupos de post-Júnior.
Moratalaz supuso para mí un contacto directo con la iglesia dual que cada vez -para mí- se iba perfilando con mayor claridad: de una parte, los grupos más avanzados en una vivencia eclesial de Pueblo de Dios (catecumenado, compromiso sociopolítico, mayoría de edad laical, cuestionamiento de muchas estructuras.); de otra, un bloque numeroso (Opus, Kikos, etc), cada vez con mayor beligerancia ante las líneas conciliares y con desconfianza hacia los curas que las representaban: personas, en este segundo caso, que preparaban en sus círculos de estudio cómo rebatir las ideas que se intentaba llevar a la práctica en sus parroquias. Y, en medio, esa gran masa de creyentes-practicantes, que asistía con cierta indiferencia y aburrimiento a este forcejeo.
Como cura, había ido realizando un recorrido rico y complejo. La situación en que me encontraba, era bastante ilustrativa de mi escisión interior: de un lado, la iglesia que oficialmente representaba y a la que atendía desde una parroquia, cuestionaba algunas de mis convicciones más profundas y las -para mí- claras líneas conciliares; y me quería clérigo, célibe, distinto y separado; de otro, la iglesia que intentaba vivir y promover, y por la que venía luchando, me exigía ser normal, no separado, en búsqueda fraterna, viviendo de mi trabajo. Yo me sentía un cura dividido en lo más profundo: también mi afectividad andaba partida en dos. Y necesitaba salir de esa encrucijada. Y decidí oficializar mi proceso de secularización, con una entrevista y una declaración
personal ante el cardenal Tarancón; aunque no cumplimenté el procedimiento oficial de secularización. La Semana Santa de 1980 dejé oficialmente de pertenecer al estamento clerical, ante mi comunidad parroquial y en presencia de nuestro vicario (en aquel momento, Agustín García-Gasco). Posteriormente, el obispo de Guadalajara ha intentado arreglarme los papeles en uno de sus viajes a Roma, aunque sin ningún resultado que yo sepa. Mi proceso vital me llevó a elegir con coherencia.
Por todo lo expuesto anteriormente, puede entenderse fácilmente que en la primera etapa de mi formación serfiel a Dios se identificaba con ser cura y con ser célibe: diferente, distinto, separado del común de los mortales. Eso habías escuchado desde los primeros años de seminario. En la última etapa formativa, el celibato aparecía para mí como una condición puesta por las autoridades eclesiásticas como imprescindible para ser cura, en nombre de una tradición de siglos, pero de escasa y dudosa fundamentación teológica. Mi recorrido vital confirmaba esa segunda idea.
Los primeros años de ejercicio ministerial, tu juventud, la posibilidad de trabajar y encontrarte con la gente, el rol social y religioso que desarrollas, la urgencia de atender a personas concretas que te necesitan... son factores que te hacen sentirte bien, útil y hasta necesario.
Y en ese clima, la vivencia del celibato tenía sentido para mí: lo vivía en paz. Bienestar general perfectamente compatible con la conciencia de tu soledad, con la experiencia de que hay parcelas profundas de tu vida afectiva y sexual, que están aparcadas, hipotecadas a una tarea que has decidido asumir.
Lo vivido por mí en la década de los setenta -ya anteriormente descrito-supuso una revisión profunda de todos los presupuestos desde los que había ido construyendo mi vida: muchos de ellos cambiaron de perspectiva; algunos desaparecieron; otros se fueron reafirmando al cobrar una urgencia antes insospechada. Un proceso tranquilo, nada traumático -aunque con momentos difíciles y dolorosos, por supuesto-en el que colaboró muy positivamente la constatación de que otros muchos compañeros y amigos a mi alrededor vivían situaciones similares. La
aplicación de las grandes intuiciones del concilio, mi trabajo en el equipo del seminario menor, el contacto con grupos de los movimientos especializados, la lectura y reflexión teológica sobre temas anteriormente despachados con bastante superficialidad, la aparición de los primeros síntomas de frenazo o involución eclesial, el cuestionamiento de la figura sacerdotal apoyada prioritariamente en lo cultual y burocratizada en el clérigo... fueron acontecimientos vitales más que suficientes para replantearme mi forma de ser cura en una comunidad creyente más adulta. Un proceso difícilmente inteligible en profundidad al margen de la transformación de la sociedad española de la época: transición, libertades, pérdida del rol social del cura, reubicación necesaria del universo religioso.
Y en este proceso personal, cada vez con mayor nitidez, cabía una mujer -que había ido entrando profundamente en mi vida- con la que compartir, abiertamente y sin aceptar para mí ni para ella la «doble vida» que tantos y tantas han tenido que sufrir. El enamoramiento propio dejaba de ser una traición, como tanto había escuchado, para ser una alternativa, una maravillosa posibilidad, que cobraba vida en Paloma, mi entrañable compañera desde 1980. Con ella descubrí y he vivido proyecciones profundas de mi persona que hasta ese momento habían estado hipotecadas; a su lado fue sencillo ir dando pasos que apenas había intuido; y ella ha llenado mi vida de otra dimensión antes inimaginable. En ella pude encontrar desde el amor esa mitad de la humanidad, tan idealizada hasta entonces y tan real y enriquecedora desde ese momento. Enamorarme de Paloma hizo fácil un paso de maduración y de fidelidad que, de otra forma, habría resultado costosísimo. Y su acompañamiento y sentido de la realidad han resultado decisivos en mi profundización personal. Ese amor nos ha llenado de vida y dinamismo. Mis hijas -María, Raquel y Mónica- han sido el otro eslabón diario y gozoso con la vida normal.
Desde hace treinta años mi vida se ha enriquecido con una proximidad y una cercanía -mi mujer, mis hijas- que no pueden estar reñidas con ni contrapuestas al Dios en que creo, sino que son el primer plano de su presencia a mi lado.
Nos casamos en septiembre de 1980: no por la iglesia, aunque sí en la iglesia2 y arropados por una comunidad viva. Desde entonces, mi vida ha gravitado en torno a estos ejes. a) Vida normal, laica, y ruptura con el clericalato, como la situación más coherente con mi fe. b) Pareja y familia, como el entorno humano más completo en que realizarme como persona. c) Trabajo civil, en concreto la enseñanza, como el lugar en que ganarme la vida y colaborar a la promoción y transformación social. d) Pequeños grupos de creyentes, como plataforma desde la que ayudar a otras personas, madurar y expresar mi fe y construir una iglesia de corte fraterno, en búsqueda y lejos del poder. e) Compromisos sociales sencillos, como forma de contribuir a un mundo más humano.
Para hacer realidad estas apuestas me han ayudado, no sólo tantas y tantos amigos, con quienes he compartido desde el primer momento mi proceso de secularización, sino también una serie de colectivos y comunidades en los que mi fe ha seguido madurando: grupos de MOCEOP y tareas de coordinación del mismo, pequeñas comunidades de base o grupos de revisión-oración-rezos; equipos de coordinación internacional de movimientos de curas casados; coordinadora de Redes Cristianas; Congresos de Teología; contactos con grupos de creyentes en búsqueda al margen de lo parroquial; centro de minusválidos físicos de Guadalajara con quienes he participado tantas veces en la Eucaristía; pequeñas comunidades que han solicitado mis servicios... Para mí, estos colectivos han sido la realidad viva -pequeñas y sencillas iglesias locales- que me han posibilitado seguir perteneciendo a la gran comunidad universal de creyentes.
Hoy sigo en búsqueda, aunque en este proceso de clarificación y fidelidad interior han ido quedando algunos puntos de referencia -no muchos- asentados con cierta solidez. Entre ellos deseo destacar los que siguen.
- Abandoné el celibato e -inevitablemente- el ejercicio oficial del ministerio presbiteral. Pero mis más profundas convicciones de fe siguen en mi interior. Es más: han sido en gran parte esas convicciones las que me han impulsado y exigido ser honrado conmigo mismo y con la
comunidad a la que había prestado mis servicios. Hoy me sigo sintiendo cura, de otra manera: válido para otro tipo de comunidades.
- La alternativa que había ido descubriendo lentamente (un ministerio no celibatario, unas comunidades más familiares, unos servicios más abiertos al mundo y al laicado, unos grupos de creyentes adultos, una iglesia que debe vivir en permanente búsqueda del Evangelio y en estado de misión...) existe, aunque en pequeñas dosis; y creo que es perfectamente compatible con la eclesiología del Vaticano II; aunque, a veces, aparezca como proscrita oficialmente por la involución reinante.
- La decisión de asumir la vida en pareja me ha seguido transformando día a día múltiples planteamientos, excesivamente condicionados por una vida célibe y una formación prioritariamente volcada en lo ideológico. La vida en pareja, la experiencia de la paternidad y del trabajo civil, son realidades enriquecedoras para cualquier persona y también para los presbíteros en la iglesia: y como tal deberían ser asumidas.
- Mi fe en Jesús permanece como uno de los ejes de mi vida. Pero la percepción y, sobre todo, el análisis y expresión de la misma han cambiado radicalmente. Mi disentimiento con el rumbo oficial de la iglesia no es un problema de fe, sino de teología, de formulación, de explicitación de la fe. Una fe de menos certezas y de mayor búsqueda diaria, comprometida con quienes luchan por un mundo más justo y solidario, sean o no creyentes, sea cual sea su confesión o credo religioso. Una fe sin dogmatismos ni imposiciones: transmisora de esperanza, ilusión y compromiso con quienes lo necesitan y más olvidados se encuentran. Una fe más centrada en cada conciencia, con menos mediaciones jerárquicas e institucionales. Una fe con más comunidad y menos burocracia; más convivencia y menos cumplimiento; más fraternidad y menos clericalismo. Una fe con más vivencias y compromisos; con más vida y menos ideología. Por esta senda querría seguir avanzando día a día.
Hoy, evidentemente, no aceptaría ser cura de una parroquia. Y no porque los creyentes que a ella acuden y quienes les atienden, no merezcan todo mi respeto. Creo que las discrepancias expresadas son de suficiente peso, para mí, como para no poder conciliarlas con lo que es hoy el discurrir normal de una parroquia. Sí me siento creyente necesitado de una comunidad plural y abierta, en búsqueda, por encima
de credos personales cerrados; y estoy dispuesto a desempeñar en ese grupo de creyentes la tarea que se me pida en complementariedad con las que cada cual vaya desarrollando.
Creo que hoy la iglesia es una comunidad viva y con creyentes (de una gran entrega y con compromisos evangélicos evidentes) ante los que hay que descubrirse por su coherencia personal. Pero oficialmente -imagen decisiva- nuestra iglesia está anclada en el pasado y en el conservadurismo (religioso y político): ha enterrado el espíritu del Concilio; y pasajes decisivos del Evangelio son leídos desde la posesión y el poder: todo ello la aleja de actitudes de servicio y misericordia y la contrapone a la evolución del mundo actual y la aleja de sus acuciantes problemas; se mantiene en la tradición pero no transmite noticias buenas...
La imagen pública tapa la riqueza de la vida. Y yo me encuentro más en sintonía con esa parte de la iglesia, sencilla y fraterna; solidaria y profética; capaz de buscar al lado de toda la humanidad y de no sentirse portadora ni intérprete de verdades eternas sino de la Buena Noticia de un Dios Padre-Madre universal; integrada por comunidades con vocación de servicio y al lado de los que sufren y de los sencillos, lejos de vestimentas y ritualismos. Menos Roma, menos Occidente y más tierra de misión, lugar de encuentro y factor de promoción, de justicia... Más Jesús y más Evangelio.
(Notas)
1 Documento pontificio que se compraba todos años, en virtud del cual se perdonaba un aspecto de los pecados, se adquirían gracias especiales en caso de muerte y ciertos privilegios como poder comer carne los días de abstinencia (todos los viernes de año, excepto en la cuaresma: los cuarenta días antes del domingo de Resurrección). Era una especie de seguro de salvación del alma. Tuvo su origen en los privilegios que se concedían a los que iban a las cruzadas contra los infieles o les ayudaban con limosnas. Pue suprimida en los años sesenta.
2 Casados en el juzgado, por lo civil. También con una celebración religiosa en la iglesia, acompañados por una gran comunidad viva: celebración sin validez oficial como sacramento por no haber pedido la secularización o dispensa del celibato a Roma -que no se concedía en aquella época- aunque con un profundo sentido creyente.