Vidas que transcurren entre Albacete y Murcia: aunque abiertas y proyectadas en ciertos momentos más allá del Atlántico.
Para él, tras un seminario feliz, llegó el descubrimiento de que había que ser cura de otra forma, viviendo como uno más, compartiendo la vida de los creyentes de a pie. Y se hizo maestro...
Y en esa apuesta por vivir desde la igualdad y la fraternidad, se encontraron y se unieron para entregarse de otra forma, juntos, en pareja, a la causa en la que de verdad creen y por la que luchan. Son las pequeñas comunidades de creyentes las que les arropan en esta apuesta.
Ultimos de mayo del año 1995. A las cinco de la tarde Juani, mi querida compañera del alma y yo volvimos a casa desde la clínica. Acababan de realizarme una colonoscopia y veníamos muy tristes.
- Ya hemos encontrado la causa de tus males. Aquí hemos descubierto una especie de pólipo... He tomado muestras y las mandaremos a analizar (me dijo D. Vicente García).
Inmediatamente sigo la conversación y le digo:
- ¿Un pólipo es un tumor?
- Sí.
- Que puede ser maligno o benigno.
- Sí.
No necesitamos hablar más para entender que lo que yo tenía era un cáncer. Sin embargo le dije a Juani:
- Lo que sea. Sea lo que sea, es para los dos. No me escondas nada.
A los tres días fue Juani sola a recoger el resultado. Cuando entró a casa y le vi el rostro, no necesité explicaciones. Aún así le dije
- ¿Qué es?
- Mira, es un cáncer de colón.
El mundo entero se me vino abajo. La tristeza se apoderó de mí. Luis y Juan, nuestros hijos, tenían diecisiete y trece años. No quería pensar. Deseaba estar solo. Dormir. Evadirme. No sé. Así dos días. Al cabo de ellos me planteé: si de verdad mi vida entera ha sido una vida de fe, ahora es el momento de vivirlo auténticamente. Lo que tantas veces había dicho en funerales, homilías, reuniones. tenía que hacerlo ahora vida de mi vida.
A los dos días, cuando volvió Juani del colegio, se extrañó porque me encontró muy ocupado con mis faenas de bricolaje. con un semblante distinto.
- ¿Estás mejor?
- Sí, Juani. El tiempo que viva lo voy a vivir en plenitud. Cada momento, cada situación. ¿No nos hemos dicho muchas veces aquello
ISO
del evangelio, de que «cada día tiene su afán?» Pues vamos a gozar o a sufrir el afán de cada día; y mañana, Dios dirá.
El día tres de junio celebrábamos los bautismos y primeras comuniones de jóvenes de las CCP de Albacete. Fue en el campo, en el río, en un lugar paradisíaco. Débora, nuestra querida Débora, con sus dieciocho años, nos había elegido como padrinos de su bautizo. El ambiente comunitario de esta celebración extraordinaria me ayudó también a encajar mi situación.
Y hablando con mi amigo Paco Gil, quise hacer una confesión general de toda mi vida antes de ir a la operación. «No sabemos lo que nos encontraremos dentro», me había dicho el cirujano en Madrid, donde fue la operación.
A Paco le comuniqué en la confesión, después de repasar mi vida y arrepentirme de verdad de mis pecados, dos cosas importantes para mí. Primera: mi enfermedad, mi situación dolorosa, mis miedos... los ofrezco por la iglesia a la que amo profundamente, apasionadamente y a cuya jerarquía veo cada vez más alejada del evangelio. Segunda: una y otra vez repaso mi vida y me veo reconciliado con la iglesia y con Dios. Creo que puedo decir como san Pablo: «cursum consumavit, fidem servavit»1. He sido fiel. Y es verdad que creo haber sido fiel en las decisiones más importantes de mi vida: por fidelidad a Dios ingresé en el seminario; por fidelidad a Dios me ordené de cura; por fidelidad a Dios decidí secularizarme y unirme en un mismo proyecto de vida con Juani: no fue un arrepentirme y dejarlo sino todo lo contrario. un seguir.
Y repasé una y otra vez mi vida. Mi vida, sencilla y sin grandes cosas, mi vida con la que me sentí y me siento reconciliado y que ahora comparto con vosotros.
«Ad Deum qui laetificat iuventutem meam2»... No os podéis imaginar lo que me costó aprender las contestaciones de la misa en latín. Tanto que el «Confíteor Deo» («Yo confieso a Dios») no llegué a aprenderlo en todo el tiempo que estuve de monaguillo; y lo empezaba bien, después lo rumiaba entre dientes y terminaba bien otra vez con las últimas palabras.
ÍSI
En realidad esta frase en latín fue lo primero que me hizo entrar en contacto con mi vocación sacerdotal. Eran los años cincuenta y me aficioné a ayudar a misa, a acompañar al sacerdote de mi pueblo, Alcadozo, un pueblecito de la provincia de Albacete, con menos de mil habitantes. Yo nací en el año 1943, época de hambre y necesidad. Pero realmente, en casa no sufrimos las carencias elementales ya que mis padres tenían una tienda
No sabía yo entonces que aquel latinajo significa «al Dios que alegra mi juventud». Y no sabía entonces la verdad que iba a suponer para mí tal afirmación.
Con once años, mis padres emigraron del pueblo a la ciudad. Allí me encontráis, recién llegado del pueblo, pasando varios meses enfermo con algo de pleuresía y yendo a la Academia Cedes para preparar el examen de «ingreso»3 para poder estudiar el bachillerato.
Las ilusiones de mi padre eran que yo, al menos, hiciera el bachillerato elemental y me pudiera colocar de «botones»4 en algún banco, ya que mi padre, al tener una tienda y ser corresponsal de varios bancos, tenía las relaciones suficientes para lograr mi colocación. Al llegar del pueblo comenzamos a frecuentar con asiduidad la parroquia de El Pilar, en Albacete, que entonces estaba en el barrio de las Cañicas. Allí estaba D. José Oliva: otro sacerdote entregado a sus feligreses, muy popular y querido, que en cierto modo provocaba mi admiración de niño.
Un día, cerca del día de San José, día del seminario, estando en la Academia Cedes de la calle Pérez Galdós -ya había aprobado yo el ingreso y estaba estudiando primero de bachiller- llegaron unos seminaristas para hablarnos del seminario y a mí se me reavivaron mis deseos infantiles. Nos hablaron del campo de fútbol, de sus estudios, de su convivencia... y a mí me entraron ganas.
Le comenté a un compañero:
- Yo me voy a ir al seminario, quiero ser cura.
- Haces bien. Están muy bien mirados y ganan bastante dinero (me dijo).
- A mí eso me da igual. Yo veo que hacen mucho bien a los demás.
Se lo dije a mis padres: «Quiero irme al seminario». Mi madre se emocionó, mi padre dijo que mejor luego, que primero hiciera el bachillerato y ya veríamos... Yo me empeñé y, al curso siguiente, el quince se septiembre del año 1955, empezaba el primer curso de humanidades en el Seminario Diocesano de Albacete.
Si durante mi etapa infantil de monaguillo el «Ad Deum qui laetificat iuventutem meam» era cierto, mucho, muchísimo más, durante mi juventud. Puedo decir categóricamente que yo en el seminario fui muy feliz. Mis recuerdos de seminario son totalmente positivos.Fui feliz a pesar de que hubo que separarse de la familia. Viviendo mis padres en Albacete, solamente podían visitarme una hora el primer domingo de cada mes. ¡Ay, la murria que derrochábamos! Hasta entonces yo había oído hablar de morriña. Pero todo se superaba porque «la vocación a la que habíamos sido llamados lo requería». Y yo, siendo fiel a eso, aguantaba y ponía en manos de Dios esas situaciones.
La verdad es que fui feliz en el seminario porque yo me creía, de verdad, lo que se me decía. Yo siempre digo que no fui educado para ser cristiano sino para ser sacerdote, de tal manera que ya entonces, con trece años, había que ofrecer las dificultades por «las almas de los feligreses que el día de mañana íbamos a tener». Debe ser que sublimaba todo eso. El caso es que mi recuerdo del seminario es feliz, completamente feliz.
Hasta los dieciocho años fui dejándome llevar de la rutina y de la monotonía del estudio y no tuve problemas. Cuando estaba en segundo curso de Filosofía es cuando seriamente me planteé si mi vocación era realmente la del sacerdocio. Con mucha seriedad y afortunadamente orientado por Alberto Iniesta, superior del seminario -más tarde fue obispo-hice mi discernimiento y decidí continuar con mi vocación. Quiero reseñar en cuatro palabras lo que fue mi vida de seminario: estudio, piedad, deporte, compañeros.
Estudio
Durante cinco años recibí una fuerte formación humanista, en la que el mayor número de horas lectivas se las llevaban el latín, la lengua
castellana, la literatura, el griego... Como entré al seminario teniendo ya un curso de bachiller, el repetir muchas asignaturas después de haberlas aprobado brillantemente, hizo que desde el primer momento rindiera notablemente en mis estudios, cosa que hacía que mis profesores estuvieran muy contentos conmigo. Eso me animaba a seguir. Los tres años de estudio de la filosofía escolástica fueron años de asentamiento y amueblamiento de mi cabeza y mi corazón. Superada mi crisis vocacional me encantó la Historia de la Filosofía; hacíamos malabarismos con la lógica de silogismos; con la metafísica alucinábamos; y lo que más me costaba eran las clases de Física y Química que recibíamos.
La Teología fue un gozar realmente al ver ya cercana la realización de la vocación. Además comenzábamos a hacer nuestras experiencias pastorales. Recuerdo de manera especial las correrías apostólicas en Casa de Caballos, Abuzaderas y, sobre todo, el último año de diácono, en Peñas de San Pedro. Pero también fue una formación demasiado dogmática y estricta si no hubiera sido por algún profesor como D. Luis Echevarría, que nos hizo descubrir otras miradas.
Durante el estudio de la Teología se desarrolló el Concilio Vaticano II. Fue un acontecimiento que en el seminario se vivió con una fuerza tremenda. Como nos creímos de verdad el concilio, sus teólogos asesores eran los que centraban nuestro estudio. Influyó mucho en esto el que nuestro obispo D. Arturo Tabera, se creyera fuertemente el concilio, de igual manera que nuestro rector José María Larrauril, Fernando Parra y Alberto Iniesta, superior de teólogos. Cada vez que D. Arturo venía de Roma, se reunía con los seminaristas para contarnos la marcha del concilio. Veíamos cómo poco a poco iba cambiando. Comprobamos con qué ilusión nos hablaba de la iglesia como «Pueblo de Dios.» Fue una suerte contar con estas personas en mi fase final de estudios.
Piedad
Si uno no era realmente piadoso, no podía estar en el seminario. El seminario era para prepararte para cura y todo iba encaminado a ello. Ahora me doy cuenta que de una manera monacal. No para sacerdote secular sino monástico5. Y yo sublimaba todo porque realmente quería ser sacerdote. Y desde mis doce años, un niño muy niño, mi piedad se alimentaba cada díacon meditación, misa, examen particular al mediodía,
lectura espiritual, rosario, exposición del Santísimo y oraciones de la noche y examen general de conciencia antes de ir a dormir. Hay que añadir un día completo de «retiro espiritual» en absoluto silencio al mes y una semana completa de Ejercicios Espirituales al estilo ignaciano cada año. Y confesión semanal en la que mis pecados eran: he faltado al silencio, he rendido poco en el estudio, he tenido malos pensamientos, hr discutido...
A esto hay que añadir que era totalmente desde una perspectiva ascética en la que al cumplir dieciocho años no faltaron los cilicios y las disciplinas6. Sin embargo, no recuerdo con amargura estas circunstancias. Había que pasar todo eso para ser sacerdote fiel a Dios. y con alegría lo vivía. Sí recuerdo que en alguna ocasión, cuando me venía abajo pensaba: «Si yo me pusiera enfermo y me tuviera que marchar del seminario. eso no sería ser infiel.»; pero esta sensación me duraba poco. Después, en los últimos años de teología, descubrí otro tipo de espiritualidad menos ascética y más contemplativa en la acción, que me llenó más.
Deporte
Desde muy temprana edad se nos inculcó aquello de «Mens sana in corpore sano», frase de Juvenal, que significaba «si quieres un espíritu equilibrado, sano, fuerte. es necesario que tu cuerpo esté sano, deportivo, limpio. » Por otra parte, como me gustaba mucho el fútbol, me entregaba con toda mi ilusión a él. Recuerdo las liguillas que organizaba D. Miguel. También me acuerdo del nombre de los equipos: Desastre, Deshecho, Termópilas, Maratón. Cuidar la higiene del cuerpo era una manera ascética de cuidar el alma. Era sujetar y dominar al cuerpo para ser en todo momento dueño de él.
Compañeros
Con cuánta ternura y alegría recuerdo nuestra vida de auténtica fraternidad. Comenzamos en el curso, en el año 1955, sesenta y cinco niños. A los dos años quedábamos veintidós. Y desde segundo de filosofía quedamos los mismos que terminamos teología y nos ordenamos. Por cierto, nos ordenamos siete, de los cuales nos hemos casado cinco.
Realmente apreciábamos y vivíamos la fraternidad. A partir de la teología y gracias a Alberto Iniesta valoramos el significado profundo de
lo que es la comunidad cristiana. Recuerdo con verdadera ilusión nuestros paseos por los patios, nuestras conversaciones para compartir ilusiones, esperanzas, proyectos, deseos... Ya barruntábamos lo que iba a ser el equipo sacerdotal.
Creamos un vehículo de comunicación en las vacaciones, para que los condiscípulos nos mantuviéramos en contacto. Me eligieron a mí para coordinarlo. Era como un periodiquillo compuesto por cuatro folios escritos a máquina con muchos papeles de calco. Le pusimos un nombre muy sugerente: ENTROPIA que significa tendencia natural de la pérdida del orden; pero decíamos que esa tendencia podía, según decían la física y la química, implicar transformación de energía. A nuestros dieciocho y veinte años, queríamos desde el desorden transformar algo.
Personalmente, en vacaciones solía visitar a algún compañero, cosa que servía para estrechar más nuestros lazos de fraternidad: recuerdo mis viajes a Granada a casa de Antonio Peña, mis visitas a Vianos a casa de Luis Marín, las navidades en Casas del Cerro con Diego Villanueva, la estancia en S. Antonio con Antonio M. Cuenca. Nuestra vida de amistad se convirtió en un compartir realmente todas nuestras inquietudes.
Doy muchas gracias a Dios («Ad Deum qui laetificat iuventutem team») porque mi juventud fue realmente una alegría de Dios. Me sentí feliz, dichoso; tanto que ahora, que vivo justamente detrás del seminario, cada vez que paso por su lado le digo a Juani, mi esposa. «Mira que mi juventud fue feliz ahí dentro.»
El día de San Pedro del año 1967 recibimos el Orden los condiscípulos que habíamos convivido los cinco últimos años de seminario. Recuerdo que para ordenarnos nos exigieron el llamado juramento antimodernista y recuerdo cómo nos juntamos algunos para ver algún resquicio de restricción mental7, pues no veíamos claro hacer aquel juramento. Nos parecía muy duro decir que era herético afirmar la evolución de los dogmas.
Pongo a mi ordenación como uno de los momentos de mayor alegría y entrega a Dios. Me sentí acompañado, emocionado, entregado y feliz.
Recuerdo cómo los jóvenes de Peñas de San Pedro, donde yo colaboraba de diácono vivieron conmigo aquellos momentos. Nunca jamás me he arrepentido de ello. Con toda la ilusión del mundo recibí mi primer destino: coadjutor de la parroquia de Santa Quiteria, de Elche de la Sierra. El párroco me encargó totalmente de la pastoral juvenil. Yo tenía veinticuatro años recién cumplidos. Dios seguía alegrando mi juventud.
Le he pedido a Queli, una joven de entonces, que tenía dieciocho años, que sea ella la que cuente cómo recuerda aquella temporada.
«Han pasado muchos años, pero hay cosas que no se olvidan, cuando las circunstancias vividas te marcan de una manera positiva. Aún me sigo sorprendiendo cuando me recuerdan que fue sólo un año los que estuvo este cura en mi pueblo.
Recuerdo a retazos cómo lo viví y mi experiencia. Nos mostró a un dios cercano. Era compatible ser cristiano con divertirse. Por primera vez en el pueblo todos los jóvenes estábamos unidos oficialmente, aunque procediéramos de distintos estatus sociales.
La casa del cura era nuestra casa y el hogar de la amistad nuestro lugar de encuentro Escribimos nuestro primer periódico «HORIZONTES», vía de comunicación al pueblo entero. Alegrábamos las fiestas de ancianos y niños de muchos pueblos de alrededor con nuestra tuna y chirigotas.
D. José Luis me enseñó que la comunicación con Dios (oración) se podía hacer en cualquier lugar, pues El estaba dentro de nosotros y no fuera. Por medio de un libro que él me dio a leer («El valor divino de lo humano») me hizo sentir que «Dios me quería a pesar de todo, ya que hasta entonces me sentía indigna de que Jesús se fijara en mí». Barcas y redes sucias te las acepta el Señor si se las das con alegría», «boga mar adentro donde los valientes iban, sólo los calculadores se quedan en las orillas».
Como era natural, hubo también sufrimiento, ya que el pueblo era pequeño y existían como en todos lo pueblos, cotilleos, envidias... y, sobre todo, una manera muy distinta de entender el
evangelio y buscar al Dios de Jesús; pero eso no nos detuvo, estábamos unidos y podíamos seguir. Resumiendo en cuanto a sentimientos: Me sentía feliz, útil y libre. Con el paso del tiempo todo va tomando forma y no sólo creo, sino que afirmo, que lo vivido en aquel año fue forjando mi personalidad, afianzando mi fe, convirtiendo al Dios de Jesús en compañero inseparable en mi andadura, amando la vida, valorando la amistad como el mejor regalo que Dios te puede otorgar, entendiendo que Dios envía a mensajeros como este cura, al que conocí como D. José Luís.
No sería justo terminar aquí, ya que este cura, pasados muchos años, se ha vuelto ha encontrar en mi camino y puedo asegurar que fue como si nunca nos hubiésemos separado, los lazos del espíritu son más fuertes que los lazos de la carne; para mí el ser cura en él es connatural, aunque se haya casado (eso que por ley imprime carácter). Me he vuelto a encontrar, o él se ha hecho presente en algunas ocasiones, puede que sean pocas, pero han sido las más cruciales en mi vida. Siempre lo he tenido cuando más lo he necesitado como persona-amigo-cura-José Luís
Sólo me queda dar gracias a Dios por ponerlo en mi vida, en mi camino o en las encrucijadas; y a ti, José Luis, por ser como eres y poder contar contigo».
En Elche de la Sierra comencé a tener problemas con el párroco: celotipias, envidias, desencuentros; y a monseñor Tabera y a mí nos pareció que lo mejor era el traslado. Era septiembre de 1968. Llegué a Fuentealbilla, el pueblo que Andrés Iniesta (futbolista) ha hecho ahora famoso, con la ilusión renovada. Tuve la suerte de tener por una parte a un grupo de compañeros en el arciprestazgo con los que compartía ilusiones, proyectos de sociedad e iglesia, esperanzas: Eufrasio, Pepe Carrión, Antonio Amiano, Antonio M. Cuenca, Florencio... Conté con el apoyo y orientación del vicario de pastoral Ramón Roldán. Juntos empezamos a diseñar una pastoral rural acomodada a la situación de nuestros pueblos: Villamalea, Madrigueras, Motilleja, Alcalá del Júcar, Fuentealbilla.
No tardamos en crear el consejo de pastoral8 con sus diferentes comisiones: dábamos mucha importancia a que la economía la llevaran totalmente los seglares. Así se pudo construir una casa parroquial y reparar la techumbre de la Iglesia
Comenzamos a realizar celebraciones comunitarias de la penitencia, comenzamos a compartir la homilía; poco a poco descubrimos que nuestra encarnación en el pueblo era algo imprescindible. El pueblo se movilizó para defender la presencia del médico y yo me puse a su lado... Entendieron que era yo el lider alborotador y fui vigilado por la policia y por la guardia civil que comenzaron a ir todos los días a misa... Esto sumado a otro asunto nos llevó en el año 1973 a los tribunales, pues una carta pública que escribimos los curas contra la tortura, hizo que nos acusaran de ofensa a las fuerzas de orden público y estuviéramos a punto de entrar en la cárcel si no hubiera sido por un sobreseimiento de la causa.
Tuve la suerte de encontrarme en Fuentealbilla un equipo de maestros totalmente entregados a su tarea educativa y disponibles para colaborar en la parroquia en todo: Angel y Laura, León, Juan Miguel y Paquita, José María y Cari, Pepita, Juani, Juanita... No había casa parroquial. Viví con ellos en una de las casas de maestros del pueblo.
Pusimos en marcha el Movimiento Júnior; la catequesis la hacíamos según el método antropológico, que exigía un compromiso de transformación de la realidad; con los jóvenes teníamos clases nocturnas y organizábamos teatro, rondalla, encuentros interparroquiales.
El movimiento rural9 fue algo realmente transformador en mi vida. Creo que me hizo ser persona. Me educó realmente a mí para pisar tierra y no vivir en las nubes, en la mística, en el cielo.
A partir de este punto, la narración la vamos a hacer al alimón Juani y yo
José Luis.- Fue allí donde nos encontramos y, poco a poco, fue fraguando nuestro proyecto de vida en común.
Juani.- Desde que llegó José Luis a Fuentealbilla, fuimos coincidiendo en el trabajo; unas veces porque con ocasión de alguna celebración especial, acudía a la escuela para explicar algo a los niños. Yo siempre me quedaba admirada por lo pedagógico que era exponiendo cualquier tema. (Pensaba yo que hubiera sido un buen maestro). Otras veces yo, con otras compañeras, colaborábamos intensamente en tareas parroquiales: preparación de catequesis, movimiento Junior, reuniones del movimiento rural con mujeres, consejo de pastoral, reuniones con jóvenes, clases nocturnas, excursiones, convivencias... Creo que fue una época en la que nos volcamos mucho con el pueblo.
J. L.- Como el sistema de trabajo del movimiento rural es ver, juzgar y actuar10, y nosotros nos lo tomamos en serio, después de analizar la realidad comprendimos que en nuestra encarnación deberíamos ser uno más, uno de tantos. Eso de «segregado del pueblo» (el cura), cada vez lo entendíamos menos. Y así emigrábamos a la vendimia francesa con la gente del pueblo. Antonio trabajaba en la cooperativa y yo, que tenía la responsabilidad diocesana de formar a maestros para sus clases de religión, pues me hice maestro.
Al descubrir, en Fuentealbilla, la necesidad de cultura desde los grupos de base, un compromiso fue la creación de la Asociación de Padres de Alumnos. Fue la primera de toda la provincia y, por tanto, pionera y promotora de otras... Desde Fuentealbilla fuimos invitados a otros pueblos para comunicar la experiencia de APA que se tenía. Realmente se creó una promoción de cultura popular bastante interesante.
J.- Desde la metodología y la integración en el movimiento rural cristiano trabajamos analizando la realidad del pueblo juntamente con personas del lugar como Juanito Alcalá y Nati, Enrique Córdoba e Isabel, María y Pedro José, Chencho e Isabel, Joaquin, Balbino, Juan Miguel y Dolores... y tantos y tantos que no podría nombrar. Fue para mí un descubrir otro tipo de espiritualidad. Hasta entonces la había vivido para el interior, ahora descubrí que lo que Dios nos pide es transformar la sociedad.
En la parcela de la educación, alentados por José Luis, comenzamos a reunirnos con un grupo de maestros cristianos de Murcia y allí descubrimos las técnicas de la nueva escuela: Freinet, Freire...; empezó a entrar la prensa en la escuela, comenzamos con las asambleas de clase, entendimos que los padres tenían que estar presentes en el proceso educativo y se comenzaron a hacer reuniones con padres descubriendo la necesidad de crear la asociación de padres de alumnos. Y muchos chicos y chicas se prepararon y se les animó para continuar estudiando. Todavía tenemos buenos alumnos que nos alegra ver de vez en cuando.
José Luis y yo estábamos tan absortos en todas estas tareas, que apenas nos dábamos cuenta de los sentimientos que iban creciendo en nosotros. Cómo nos buscábamos inconscientemente para, con ocasión de nuestro trabajo pastoral, estar mucho tiempo juntos. Creo que nos costó mucho exteriorizar y reconocer estos sentimientos.
J. L.- Poco a poco fui descubriendo tres cosas que serían para mi vida fundamentales. La primera es que yo había descubierto que tenía que ser uno más. Sin privilegios, sin exclusiones, del pueblo. La segunda es que el personaje cura se estaba tragando a la persona José Luis. En unos cursos de dinámica de grupos lo descubrí con una fuerza tremenda. Yo tenía que ser José Luis. La tercera es que mi relación con Juani, que creíamos de profunda amistad, empatía, colaboración, apostolado... poco a poco se fue objetivando y descubriendo que realmente era amor. Me había enamorado con toda mi alma.
J.- Cuando afrontamos nuestro sentir como algo más, bastante más que amistad, nos dimos un tiempo para ir madurando, discernir y ver qué pasaba. Vino bien, porque yo tuve que marcharme a vivir con una hermana, y la separación, la lejanía, creíamos que nos ayudaría a clarificarnos.
J. L.- Juani marchó del pueblo por asuntos personales. A mí me propusieron ir a la parroquia de Santa Teresa, de Albacete. Octubre de 1975. Acepté sobre todo porque ya estaba en crisis, me replanteaba la
manera de ejercer mi sacerdocio. Y en Albacete me cargaron de tareas a las que yo me entregabasin reservas: párroco, responsable de maestros en el secretariado de catequesis, profesor de la escuela de enfermería, consiliario diocesano del Movimiento Júnior. Bien es verdad que yo podría haberme negado; pero, quizás por mi situación, quería estar ocupado cuanto más tiempo mejor. Yo pensaba: ¿Cómo no se darán cuenta de que no puedo más?
Juani se había ido a Cartagena. La separación hizo que descubriéramos la necesidad de vivir juntos, pues la ausencia la acusábamos fuertemente: fue entonces cuando nos dimos cuenta de que realmente estábamos enamorados. La decisión de casarnos fue fácil tomarla ya.
J.- José Luis estaba en Albacete. Yo en Cartagena. El día de San Juan, día de mi santo, José Luis se presentó en Cartagena con todas la papeletas de Magisterio aprobadas. Le quedaba un curso de prácticas y en septiembre se vino a Alcantarilla, al colegio donde yo estaba, y allí hizo las prácticas. Pidió entonces la secularización y en diciembre ya la tenía concedida. Eran entonces otros tiempos... El 5 de marzo del ¡977 nos casamos.
Para nosotros fue una satisfacción muy grande la reacción de mucha gente de Fuentealbilla. Ya ellos entendían que el sacerdote podría estar casado y así lo aceptaban. El mismo día de nuestra boda recibimos un pergamino que decía «A José Luis y Juanita, que amando nos dais testimonio de Dios, nuestro regalo: EN FUENTEALBILLA TENÉIS VUESTRA CASA». Por detrás había más de trescientas firmas. Guardamos con mucho cariño esta prueba de encarnación y cercanía.
J. L.- Nos casamos como quien da un paso más en su caminar. Con el convencimiento de que lo del celibato en la iglesia era cosa de cuatro días. Convencidos de que nos adelantábamos por poco a lo que después sería normal. Fue realmente una nueva fidelidad al Dios que alegra mi juventud (de nuevo «Ad deum qui laetificat iuventutem team»).
En el barrio de Los Rosales de El Palmar (Murcia), en una iglesia pobre situada en unos bajos comerciales, Ramón Roldán, Vicario de la Diócesis de Albacete, la familia y los amigos nos acompañaron en nuestra decisión de proyectar nuestra vida en común. Cada vez que vuelvo a vivir este momento me considero una persona afortunada de haber encontrado en mi vida a Juani, con la que he aprendido a ser uno más, a ser generoso, a amar.
Dios nos ha premiado con dos hijos, que son nuestro orgullo, nuestro premio, nuestra alegría. Luis y Juan nos han acompañado en nuestra madurez. Los hemos acompañado en su crecimiento. Hemos querido educarlos en la libertad y en la responsabilidad. Estamos felices y contentos. También nos hemos dejado educar por ellos.
J.- Esta etapa de crecimiento como pareja es muy gozosa. Claro que tuvimos dificultades, pues cada uno estaba acostumbrado a vivir su soltería. Pero fue el diálogo, la tolerancia, la transigencia y el abrazo lo que hacía que la dificultad se diluyera.
Una enfermedad grave hizo que pasara por dos operaciones de riñón, en las que me extirparon uno. Con ocasión de esto, José Luis y yo pudimos hablar de la vida y de la muerte, de lo humano y lo divino... de nuestro convivir y vivir juntos. La llegada de los hijos fue algo inefable, indescriptible, una gozada continua. José Luis siempre ha sido un padrazo pendiente de Luis y de Juan. Les dedicaba mucho tiempo, jugaba mucho con ellos.
J. L.- Juani tenía la escuela en Alcantarilla y vivía en El Palmar con su hermana. Allí comenzamos nuestra vida en común. Y pronto, muy pronto, encontramos una comunidad cristiana popular, la de Los Rosales. Fueron unos momentos muy importantes en nuestra vida, en nuestra comunidad estaban Pepe Sánchez Ramos y Paco Cuervo Arango. A los dos los consideramos profetas de nuestro tiempo. Pero fue la comunidad la que nos hizo caminar y avanzar en un modelo de iglesia nueva. También Gabriel Abellán, al que conocía de reuniones en Madrid sobre catequesis, nos buscó en cuanto se enteró que vivíamos en Murcia; y estuve trabajando muy activamente, se entiende que desde el voluntariado, en
la formación de catequistas de las comunidades de base y en el Secretariado Diocesano de Catequesis.
Como al terminar magisterio yo no tenía trabajo, la comunidad me encargó, juntamente con Camila, recoger a una serie de niños gitanos que deambulaban por las calles y no estaban escolarizados. Comenzando por talleres, poco a poco convertimos aquello en una verdadera escuela, sobre todo cuando nos visitaron de la Inspección de Educación y les gustó mucho nuestro proyecto, tanto es así que nos dieron nombramiento oficial y todo. Al curso siguiente aprobé las oposiciones y comencé a trabajar en escuelas normalizadas. Yo seguía haciendo prácticamente lo mismo que desde la parroquia. Ahora sin el sacramentalismo11 abrumador. Me sentía sacerdote, pero de otro modo: era laico, era uno más, era José Luis, era el marido de Juani.
En un barrio marginal nacieron nuestros hijos. Aprendí a ser maestro con los gitanos, pues ellos me enseñaron a mí más que yo a ellos. Nos comprometimos familiar y socialmente en la creación y tutela de escuelas de padres..., en el APA de la guardería de nuestros hijos, en cursillos de formación de catequistas por toda la diócesis.
Coincidió que hice la licenciatura en Pedagogía. Al terminar me propusieron desde la universidad enviarme a la Sorbona de Paris dos años y al volver quedarme de profesor. Me lo pensé, pero yo estaba muy a gusto, en la escuela, trabajando con mis alumnos preadolescentes. Me sentía realizado. Y renuncié, pensando que lo que queríamos era lo que estábamos haciendo. Dios seguía alegrando mi juventud.
J.- Para José Luis y para mí, los ocho años que vivimos en Los Rosales de El Palmar (Murcia) fueron de una gran actividad y compromiso tanto eclesial como social: colaboramos en la catequesis de la parroquia, vivimos, compartimos y celebramos nuestra fe en una pequeña comunidad cristiana, por donde pasaron personas tan interesantes como Paco Cuervo12. Esta comunidad se creó en torno a unas monjas Carmelitas de Vedruna que vivían en el barrio. Allí celebrábamos la eucaristía; pero las circunstancias hicieron que nos quedáramos sin cura. ¿Buscar uno para que viniera? No lo veíamos. Así después de mucho discernimiento, la comunidad
pensó que teniendo cura dentro no había que buscar fuera. Le propusieron a José Luis que presidiera la celebración. Después de mucha oración, discernimiento y consultas se dio el paso adelante.
Asistimos durante dos años a una escuela de padres que nos ayudó mucho a crecer como pareja y como padres junto a otros. Luego fuimos nosotros monitores.
José Luis estudió Pedagogía después del trabajo de la escuela. Yo me quedaba con los niños. Muchas veces me ha dicho que la mitad de su licenciatura es mía. No nos perdíamos las escuelas de verano de formación y reciclaje para maestros. José Luis impartía en estas escuelas «Técnicas de Comunicación Crupal».
También nos comprometíamos activamente en la asociación de vecinos, (cosa muy novedosa en los años 70), en la tarea sindical del STERM13; éramos jóvenes y teníamos ganas de hacer muchas cosas.
El dejar el sacerdocio ministerial oficial de ningún modo significó que no ejerciéramos la entrega a la causa en la que de verdad creemos.
J. L.- En el verano de 1985 nos volvimos a vivir a Albacete. Se solicitó el traslado y nos lo concedieron. Pronto me ofrecí en el secretariado de catequesis, ya que había estado en el de Murcia. Pero aquí no quisieron mi colaboración. Fue en la parroquia del Espíritu Santo donde estuvimos coordinando toda la catequesis. El boom de primeras comuniones nos asfixió y después de unos años lo dejamos... Pronto también nos unimos a las Comunidades Cristianas Populares, que ya conocíamos antes. Con otros amigos iniciamos la comunidad de Emaús. Para nosotros es y ha sido la vida de la pequeña comunidad la que mantiene nuestra fe, nuestra vida, nuestro compromiso. Es de verdad la iglesia que anhelamos: comunidad de iguales, reconocimiento de los diversos carismas, valoración de todos, igualdad de hombres y mujeres. En la comunidad de Los Rosales tuve la oportunidad de ejercer el ministerio en la celebración de la eucaristía. Pero siempre descubriendo y avanzando en
que quien celebra no es el cura, sino la comunidad. Que en la comunidad ya no hay clérigos-laicos, docentes y discentes, sagrados y profanos, sino que la comunidad es la protagonista de su caminar.
También hemos sido cooperantes en el Tercer Mundo. En la República Dominicana y en Nicaragua hemos ido temporadas y hemos trabajado con maestros, transmitiéndoles técnicas de lecto-escritura y de animación a la lectura. El contacto con el Tercer Mundo nos ha hecho sentirnos privilegiados.
Y aquí es cuando me sobrevino el cáncer. Afortunadamente para mí fue y ha sido una experiencia positiva. Descubrir que mi vida tiene sentido. Aprender a ver la gratuidad de todo y todos en cada momento. Vivir el momento presente con la intensidad de que es el más importante. Comprobar vitalmente aquello del evangelio: «Cada momento tiene su afán».
Hemos seguido con Escuelas de Padres, con Cáritas, con Justicia y Paz, ... Ahora estamos los dos jubilados. La LOGSE nos permitió la jubilación adelantada a los sesenta años. Pero, jubilados y todo, seguimos. Ahora con inmigrantes. Pero ese tema especialmente es de Juani, que está metida hasta el alma. Yo creo que por dentro ya es un poco negra, africana.
J.- Es verdad que el asunto de los inmigrantes me ha enganchado muy fuerte. Nosotros habíamos pensado dedicar unos años a trabajar en el Tercer Mundo; pero el proyecto no salió. Y aquí hemos descubierto que también en Albacete está el Tercer Mundo. Contactamos primero con los asentamientos de inmigrantes. Luego se consiguió una casa para residencia temporal de inmigrantes en El Pasico. Actualmente estamos llevando desde Justicia y Paz un programa de mediación de acceso a la vivienda para inmigrantes. Cuanto más profundizo en el mensaje de Jesús, con ayuda de nuestra pequeña comunidad, más me empuja a ser generosa con los más marginados y actualmente creo que los inmigrantes sin papeles son los verdaderamente pobres, los últimos.
José Luis es mi cómplice para esta labor. Sé que puedo contar con él. Desde la sombra está presente para acondicionar un piso, para organizar la cartelería de la campaña, para dar clase de alfabetización, hacer con ellos talleres... Y ahora que los hijos ya se han ido de la casa, ahora que han volado del nido, aquí estamos sin saber estar el uno sin el otro. Esta es nuestra suerte y nuestra gloria.
J. L.- Sólo unas pinceladas de la gran riqueza que ha significado para nosotros la incorporación a Moceop. Debo decir que, al principio, al acercarme por primera vez, me echó para atrás. Yo no quería reproducir los esquemas clericales. Yo no quería volver a la parroquia después de haber conocido la comunidad cristiana de base. Y la verdad es que lo encontré un poco clerical y quizás con añoranzas.
Pero fue la amistad, la calidad de las personas con las que me tropecé, la evolución de pasar de la mera reivindicación del celibato opcional a buscar otro tipo de iglesia y sociedad, los planteamientos tanto sociales como eclesiales, lo que hizo incorporarme a tope.
Para mí Moceop ha sido quien me ha ayudado a reconciliarme con mi historia y nunca ocultar mi sacerdocio; me ha ayudado a desear otra iglesia posible, me ha hecho valorar la riqueza que tenemos los curas casados y que no se puede ocultar debajo del celemín; me ha ayudado a abrir la puerta de casa con la seguridad de que si abres la puerta la gente entra. Por todo ello, desde el año 1993 coordino y dedico muchas horas a la revista «Tiempo de Hablar-Tiempo de Actuar» con la certeza de que está haciendo mucho bien tanto aquí como al otro lado del Atlántico.
Moceop, desde los años ochenta, nos ha estimulado a no renunciar a nuestro sacerdocio, a no ocultar nada, a entender que la persona está mucho antes que la ley, a estar donde cada uno debe estar en su compromiso vital, a seguir con nuestros deseos de entrega a los demás: esa es nuestra vocación sacerdotal y cristiana...
Siempre pensamos que las cosas sirven mientras sirven. Seguramente llegará el día no muy lejano en que Moceop se diluya en los diversos
movimientos eclesiales de base desde donde se defienden los mismos planteamientos que tenemos. Ojalá no sea muy tarde.
Quiero dar muchas gracias por mi vida a Dios: «Ad Deum qui laetificat iuventutem meam». A todos los compañeros curas que me alientan y animam, a los hermanos de la comunidad de Emaús que son mi estímulo, mi ayuda en la utopía. Gracias, sobre todo a Juani. La suerte de mi vida es que ella se cruzara en mi camino, pues lo que al principio fue un encuentro en el amor, se ha convertido en nuestra vida en una presencia que remueve, fecunda y aporta a mi vida todo lo que el mensaje evangélico una iglesia machista no ha sabido desentrañar
(Notas)
1 «Consumió su vida, conservó la fe».
2 «Al Dios que alegra mi juventud». Del rito latino al comienzo de la misa.
3 El bachillerato comenzaba a los 10 años aprobando un examen de ingreso. Eran siete cursos. Hasta 4o era bachillerato elemental. Con 7o y examen de reválida se pasaba a la Universidad.
4 En las oficinas entraban a trabajar los adolescentes hacia los 14 años para hacer recados y ayudar en tareas sencillas. Se llamaban los «botones» porque solían tener un uniforme con muchos botones.
5 El sacerdote secular no vive en un convento ni pertenece a ninguna orden religiosa. Monásticos son los que viven en los monaterios.
6 Instrumentos de automortificación corporal.
7 Dar a las palabras un sentido distinto del que naturalmente tienen. Se debate si es mentira o no en la moral.
8 Es el principal organismo de participación en las parroquias; lo forman el párroco y representantes de todos los grupos, comunidades y tareas que se desarrollan en la parroquia: catequesis, liturgia, cáritas, pastoral juvenil. Elabora proyectos a seguir y toma sobre la marcha las decisiones oportunas.
W Ver Acción Católica. En Glosario.
10 Ver Revisión de Vida en el Glosario.
11 Reducir el trabajo del sacerdote al culto, a administrar sacramentos, a los actos religiosos, a lo sagrado, más que a la formación, expresión y vivencia de la fe.
12 Cura obrero, mendigo de la paz, ex-jesuita, lider de la Comunidad de La Longuera, del Arca, de Lanza del Basto.
13 Sindicato de Trabajadores de la Enseñanza de la Región de Murcia.
Canario de Lanzarote. Biblista de formación y profesor titular en la Universidad de una reflexión en voz alta, entresacada de diversas cartas a sus obispos. En ella nos muestra su proceso como una búsqueda de coherencia interior: con la misma vocación de servicio que cuando se ordenó; pero desde la lejanía impuesta y aceptada: más desnudo y más libre.
Se siente integrado en una iglesia de desierto y de búsqueda, compartiendo en una comunidad la fe en solidaridad y en esperanza. Sabe que hay que amar a la iglesia real; pero es consciente de que ese amor no puede significar claudicar ante las reglas de juego del poder eclesiástico: es muy sutil el paso de representar a Dios a suplantarlo.
Se me ha pedido que aporte mi experiencia de sacerdote casado. He de suponer, por tanto, que lo que se me pide no son tanto declaraciones teóricas sobre el tema de sacerdocio-celibato (sobre el que ya se ha dicho casi todo) cuanto que manifieste el modo particular como he vivido esta situación personal en estos años. Aunque el hecho es público y la situación, compartida con tantísimos otros que han recorrido una experiencia análoga, hablar de ello comporta necesariamente un cierto grado de confidencialidad. Y toda confidencia es diálogo. Por eso, me he permitido rescatar algunos retazos del diálogo epistolar sostenido sobre este tema, por unos u otros motivos, con distintos interlocutores. Despojados únicamente de aquellos elementos que sólo podían interesar a los destinatarios en cada caso, reproduzco los que reflejan mis sentimientos, ideas, experiencias... en cada momento, y que, a veces, se transforman en inevitables desahogos. Quiero con ello alargar el diálogo a los posibles lectores. No sin cierto sentimiento de pudor. Pero si algo ha faltado en este punto es franqueza y transparencia. En este punto es bueno y sano que también se salga del armario. Y no sólo por los interesados sino también por la salud de toda la comunidad eclesial.
«... Ante todo me vas a permitir que me presente. Mi nombre es Juan Barreto Betancort. Nací en Haría, Lanzarote. Fui ordenado presbítero en esa diócesis el año 1967 y en ella ejercí el ministerio en las parroquias de S. Cristóbal y Sta. Clara, de Las Palmas, mientras enseñaba latín en el Seminario Diocesano.
En el año 1972 fui a Roma, residí en el Pontificio Colegio Español de S. José, al tiempo que estudiaba en el Pontificio Instituto Bíblico. Me licencié en Ciencias Bíblicas en dicho Instituto el año 1975. A partir de ese año y por acuerdo entre el entonces obispo de la diócesis D. José Antonio Infantes Florido, el profesor Juan Mateos, que enseñaba en Pontificio Instituto Oriental y en el Bíblico, y yo mismo, simultaneé la investigación bíblica en Roma en un proyecto de Diccionario Griego-Español del NT con mis clases en el Centro Superior de Teología de Las Palmas...
El año 1990 contraje matrimonio con María del Carmen Lozano Longo, natural de Sevilla y me vi en la imposibilidad de ejercer el ministerio. Al tener que buscar acomodo laboral, hice oposiciones a profesor titular de Filología Griega en el Departamento de Filología Clásica y Arabe de la Universidad de La Laguna, como doctor en Filología Bíblica Trilingüe por la Universidad Complutense...
Con respecto al ministerio, siempre dejé claro que mi decisión de casarme no implicaba ni crisis de fe ni dudas sobre mi ministerio. Que fue tomada por coherencia interior al no encontrar razones objetivas para que renunciásemos a ello, al no verlo incompatible con el ministerio que estaba realizando, ni poder aducir motivos de índole histórica, ni teológica, ni antropológica o psicológica para justificar una tal renuncia. Nos parecía que, en nuestro caso, la pura razón canónica no era suficiente. Aunque gratificante en muchos aspectos, no fue fácil tomar una decisión de ese calibre. Y en muchos aspectos fue un auténtico calvario, desde las luchas interiores iniciales hasta la clarificación final, desde la nueva ubicación laboral hasta el reajuste en ambientes completamente nuevos.
De todos modos, dejé bien claro que el nuestro no era un gesto público de denuncia de nada, que no partíamos de un planteamiento teórico sino de una experiencia vital, de búsqueda de coherencia interior. Que no era un gesto de rechazo del celibato en sí, que seguíamos considerando un carisma del Espíritu, ni menor ni mayor que otros carismas, aunque, bien distinto del carisma del ministerio del presbiterado. Siempre he creído que lo otorga el Espíritu, como todos los carismas, en función del Reino de los Cielos, y, por tanto, que no tiene un sentido absoluto sino en la medida en que, por tiempo y circunstancia, contribuye a la edificación de ese Reino.
Por esas razones, no puedo decir que renuncié al ministerio. Siempre he estado dispuesto a colaborar allí donde se me requería en el ministerio de la palabra. Y, así lo sigo haciendo. Cada semana se reúnen en casa gente muy diversa que quieren compartir su fe e intercambiar sus experiencias de vida. Llevamos ya muchos años en ello. Aprendemos mutuamente los unos de los otros, nos animamos en la fe y la celebramos en el esfuerzo de comunión con los demás hombres y, en especial, con los demás cristianos.
Si te escribo esto es porque me considero vinculado a esa diócesis a la que tanto debo y a la que tú ahora presides. Mantengo contactos fraternales con muchos compañeros de ministerio. Nada te pido. Sólo que sepas que aquí estoy con la misma vocación de servicio con la que me ordené. Me gustaría poder hablar personalmente contigo...»
«... Han pasado veinticinco años, y lo bueno es que hemos llegado (sintiéndonos más jóvenes de lo que en realidad somos) y manteniendo la misma convicción de entonces: la certeza de una llamada y la voluntad de la dedicación al ministerio para el que fuimos ordenados. También yo. Y doy gracias a Dios por ello sin arrogancia pero con toda claridad. Hace casi tres años que me casé. Yo siempre dejé en claro que no se trató en ningún momento de crisis de fe, y, tampoco, de crisis de ministerio. Que me sentía llamado al ministerio pero que no lo consideraba incompatible, en mi caso, con el matrimonio; que valoraba el celibato, que lo había yo mismo asumido y vivido; que no miraba hacia atrás con despecho, como quien lamenta un tiempo perdido; que lo asumía con sus luces y sombras, sin lamentar que no hubiera sido de otro modo. Pero que la actual ley del celibato, obligatorio e incondicional, ligado al ministerio, arroja, de hecho, sobre el matrimonio (que es un sacramento) una sombra de descrédito, como si el amor conyugal fuese un mal menor, a evitar absolutamente por los que quieren consagrarse enteramente al Señor. La experiencia de los hombres casados que trabajan en multitud de causas al servicio de la humanidad con entera generosidad y dedicación, y, particularmente, la dedicación plena de muchos pastores casados a sus respectivas comunidades, desmiente que el estado de casado sea una traba o un obstáculo para el ministerio.
Carmen y yo nos hemos sentido acogidos por muchos grupos y comunidades cristianas. Y esto ha sido una gran ayuda: procuro a cambio ofrecerles lo que puedo. Habitualmente compartimos nuestra fe con una comunidad... Oramos, estudiamos, reflexionamos, celebramos, tratamos de compartir nuestra vida y de estar presentes en nuestra realidad de trabajo. Procuramos estar presentes y, así, en contacto con la problemática de otros grupos.
No se les ocultará que esta etapa, para el que estaba habituado a otro modo de relación con las comunidades cristianas, tiene sus dificultades, o, si quieren, sus peculiaridades. Pero sin dramatizar. La dificultad forma parte de la vida misma en todos sus aspectos. Es como una sensación de intemperie. Digo de «intemperie», y es ésa la sensación que, a veces, tengo. Antes estaba encuadrado en una función de claros contornos jurídicos y en un ámbito de relaciones personales e institucionales que me daban un marco de referencias seguras; entre otras, la perfecta definición de mi función y de mi condición de cristiano (era cristiano profesional); la seguridad del mañana, del pan y de la casa, la vejez, etc. Ahora estoy a la «intemperie», no soy cristiano profesional, también en el plano de la fe soy sólo lo que puedan atestiguar la sinceridad de mis convicciones y comportamientos; mi futuro, como el de toda la gente, está ligado a lo que logre con mi trabajo, y eso no es fácil ya para nadie...
Es una experiencia de desierto. Para mí, como para tantos cristianos, la comunión eclesial se construye con esfuerzo y, a veces, con lágrimas si nos empeñamos en no caer en la tentación de constituir una iglesia paralela, en no bajar al subsuelo eclesial, a las catacumbas. Mi matrimonio me ha desposado también con esa iglesia del desierto y de la búsqueda; he aprendido a amar a la iglesia desde la lejanía impuesta; a compartir la esperanza con los que están al borde de la desesperanza; a compartir la fe, en solidaridad con tantos otros que la han perdido. Me he venido quedando como más desnudo por dentro. Quizás más libre.
No vean en esto un lamento. En todo caso, es una constatación que describe mi situación actual. Mis sentimientos son de esperanza. Sé que Dios tiene sus plazos. Y que nuestra vida es, en el mar de los designios de Dios, una gota de agua. Me toca hacer, como a todos, lo que honestamente entiendo como un deber; con temor y temblor, pero también con confianza. Hay cosas que se ven venir lentamente, pero que ya llegan, aunque ese «ya» esté más allá de nuestros años.
De mi experiencia con Carmen ¡qué les puedo decir! Estos años el itinerario lo hemos hecho juntos. El vivir con ella ha sacudido mi idea del compartir, mi concepto de la solidaridad; he descubierto el gozo y el sufrimiento de la comunión, el dolor y la alegría del perderse para recobrarse en el otro, y, en cierto sentido, otro. No es fácil explicar esto
como no me fue fácil entenderlo así hasta ahora. Entiendo ahora mejor por qué el amor conyugal fUe siempre en la literatura bíblica imagen privilegiada del amor de Dios a su pueblo, de Cristo a su Iglesia, por qué el matrimonio es sacramento, expresión eficaz de la salvación de Jesús. Si no fuera una cursilada les diría que soy feliz».
Con D. Ramón sostuve un diálogo epistolar muy transparente por los dos lados; también muy respetuoso.
«...Tus consideraciones me infundieron algunas perplejidades... He procurado reflexionar con Carmen y también con la comunidad con la que comparto mi fe. Que hay que aceptar y amar a la iglesia real (con sus luces y sombras) es algo que creo tener claro. Que, a trancas y barrancas, es lo que estoy intentado hacer, es lo que creo. Pero ¿todo en la iglesia real es igualmente aceptable desde la óptica de Jesús? ¿No pueden haberse introducido en ella elementos que no sólo no sean concordes, sino contrarios al espíritu del evangelio? ¿Amar a la iglesia no deberá, a veces, concretarse en querer que cambien aquellos elementos que a lo largo de la historia se le han adherido y que pueden pervertir su imagen?
Me imagino que la iglesia real a la que te refieres, será siempre la iglesia que quiere ser la de Jesús. Son ya veinte siglos de historia. Debiéramos tener memoria histórica. No me escandalizan los defectos, ni aun los pecados de la iglesia. No. En ellos veo los míos propios y, por consiguiente, no me siento con ánimos de arrojar la primera piedra. Tengo necesidad de la misericordia de Dios y no puedo reclamar, sin más, contra nadie su justicia. En su concreción histórica la iglesia participa de los pecados individuales y colectivos de sus miembros. Afortunadamente Jesús no vino a formar una comunidad de puros, vino a llamar a los pecadores, y la única condición que puso, fue la disponibilidad para reconocer los pecados. Esto vale para los individuos; y también para las instituciones y aun para la institución eclesial en su conjunto. La disponibilidad para la autocrítica es condición necesaria para la conversión permanente, y, tan esencial, que cerrarse a ella -se me antoja-sería en realidad el único pecado que no podría perdonarse: el pecado
contra el Espíritu, o lo que es lo mismo, la inmunidad al perdón por la incapacidad de reconocer el pecado.
Lo alarmante en ciertos estratos eclesiales es la obstinación en hacer pasar por voluntad de Dios lo que simplemente puede ser voluntad, y aun capricho, de los hombres. El paso sutil que lleva desde representar a Dios a suplantarlo, se ha dado con harta frecuencia en la historia de la iglesia. Mucho, demasiado, se ha dicho y hecho en el nombre de Dios en el pasado, como para no ser más cautos en el presente. La contumacia en la desmemoria puede llegar a ser pecado. ¿No es sospechosa la dificultad con que se reconocen ciertos errores del pasado? ¿No resulta tragicómica la absolución de Galileo después de casi cuatro siglos? Créeme, no me divierte referirme a ello. La referencia puede resultar tópica, pero creo que no es banal. Lo malo de estos tópicos es que son, a pesar de todo, verdades contundentes, que nos deberían rondar a todos en la conciencia como tábanos. Es su valor de paradigma de conducta lo que hace pertinente y aun necesaria su evocación.
No; amar a la iglesia no puede ser, sin más, aceptar todas sus reglas de juego. Si lo que nos sigue interesando es la iglesia de Jesús, entiendo que amarla es trabajar para que se mantenga fiel a su maestro. De acuerdo, ese trabajo tiene que hacerse con el espíritu de Jesús: espíritu de misericordia, de humildad, de comunión... Pero ha de hacerse inevitablemente. Lo mismo que hay palabras y comportamientos que rompen la comunión, pienso que también hay silencios y omisiones cómplices de pecado. Los hubo en el pasado, los hay también en el presente...
... Pero la ley del celibato no pertenece a ese acerbo de principios fundamentales del evangelio. Elevarlo a categoría esencial, discriminatoria de si uno está dentro o fuera de la iglesia es, en sí mismo, una frivolidad cuando no una perversión. Estamos hablando de una ley positiva de la iglesia, cuya historia atormentada bien conocemos; que no se remonta a los orígenes fundacionales ni mucho menos; que no refleja la práctica de Jesús, sino que más bien contrasta con ella puesto que él eligió casados y que casados quedaron, entre ellos Pedro; que tampoco refleja la práctica de las comunidades neotestamentarias, sino todo lo contrario, se opone a esa práctica; que el mismo Pablo cuando recomienda una conducta
análoga a la que la ley impone, tiene buen cuidado en decir que eso es cosa suya, pero que no tiene ningún mandato del Señor; que en su formato actual es una ley que es sospechosa no ya de querer ordenar los carismas en función del bien común, sino de pretender imponer al mismo Espíritu que los conceda de dos en dos; que en todo caso es, cuanto menos, de dudosa eficacia pastoral.
Que el celibato por el Reino es un valor, un valor evangélico, es algo tan obvio que no voy a reiterártelo. En ningún momento he dudado de ello. He vivido esa dedicación durante más de veinte años ¡Y no lo lamento, entiéndeme! Veo con gozo que el Señor sigue repartiendo ese carisma a su iglesia. Que el Espíritu no dejará de dispensar ese carisma y que, vivido de múltiples formas, nunca faltará en la iglesia. De eso estoy convencido; más convencido, al parecer, que aquellos que prefieren asegurarse, con una ley, de que el Espíritu lo conceda.
No es el carisma del celibato lo que está en discusión, sino la ley del celibato unido en estas circunstancias al ministerio sacerdotal. Hacer, no ya del celibato, sino de la ley canónica del celibato sacerdotal, algo central en la misión pastoral de la iglesia y, a lo que parece, algo esencial en la configuración del ministerio, es distorsionar toda la realidad de ambos carismas. Se traiciona el Espíritu tanto en el plano de la conducta como en el de los principios -bien sean morales o dogmáticos- no sólo cuando se hace o se omite, se afirma o se niega algo, que no debió ni hacerse ni omitirse, afirmarse o negarse, sino también cuando no se sitúan adecuadamente las conductas o las ideas en marco de referencias que le dan sentido, de modo que se presentan desproporcionadas y, por consiguiente, patológicamente deformadas. Para entendernos: existe el camello y existe el mosquito. El mal del ojo se pone de manifiesto cuando se pierde el sentido de las proporciones entre ellos y tanto mide el uno cuanto mide el otro. Es entonces cuando puede colarse el mosquito y tragarse el camello. Los errores peores en la iglesia no se producen solamente cuando se niega o afirma burdamente algo, no; se dan también y, para mí que más frecuentemente, cuando lo esencial pasa a la periferia y lo periférico se convierte en esencial y todo el conjunto aparece irreconocible.
Hagamos abstracción de mi caso por un momento. La mía es una historia entre tantas, aunque es lógico que no pueda prescindir de la
marca de la experiencia vivida. Pero miremos simplemente los datos, la realidad objetiva de miles y miles de historias personales.
Es escandaloso el tratamiento que este problema está teniendo por parte de la iglesia. Según las estadísticas, hay decenas de miles de sacerdotes secularizados en el mundo. Son muchos miles. Eres sociólogo y sabes mejor que yo que, si con las dificultades que conlleva dar ese paso (psicológicas, sociales, laborales, económicas, eclesiales, etc.) ésas son, con todo, las estadísticas, es lógico concluir que las cifras bien podrían duplicarse de no mediar esas dificultades. Pero no son cifras solamente. Habría que decir que son miles de dramas personales. Algunos pudieron haber perdido la fe. Aunque así fuera. La iglesia es el sacramento de la misericordia de Dios o no es nada. Y, habría que ver además, en cada caso, los itinerarios que llevaron a caminos sin salida. ¿Quién puede decir que han sido sólo ellos los responsables? Otros pudieron perder la disponibilidad para ese servicio. De sabios es rectificar y lo que resulta evidente es que, a la fuerza, ese ministerio no tiene sentido. Pero eso no es así en la mayoría de los casos. Hablo de lo que conozco y, te aseguro, la inmensa mayoría son gente a la que les hubiera encantado seguir sirviendo a la comunidad.
El trato recibido es vejatorio, empezando por los procedimientos humillantes a los que se los somete en los trámites para obtener la secularización. Después, ya sabes, nada importa la experiencia, la preparación, los años de dedicación, ni siquiera la disponibilidad explícita. ¿Sabes, en términos económicos, la cantidad de horas, de recursos humanos de los que se prescinde tan ligeramente? Si obtienen la secularización, se los tolera en la comunidad, pero según la práctica vigente, y lo sabes tanto como yo (no necesitas que te cite ningún documento), se los discrimina. Son sospechosos de por vida. No podrán, si no es por la benevolencia de algún ordinario, ni dar clases de religión. No andemos, por favor, con eufemismos, que en este caso constituirían sin más una falta de respeto a tantos miles y miles de secularizados. Traidores, renegados, otros Judas son las expresiones al uso... y hay que oírlas cuando caen sobre uno para darse cuenta del peso brutal de cada una de ellas. Como pecadores públicos se les trata para público escarmiento. No podrán ni celebrar su boda en público.
Con todo y con ser tantos -ahí están las cifras- el silencio es clamoroso. Compañeros con los que habíamos trabajado toda la vida, ¿qué digo?, hermanos con los que habíamos convivido durante tantos años. No existen. Sin más. Son una vergüenza pública de la que no se habla para que no cunda el (mal) ejemplo. Para mí este silencio es el auténtico escándalo.
Son miles los que han dado el paso. Y muchos son también los que han quedado atrapados en situaciones donde no les es posible ni retroceder ni avanzar. No quiero hurgar en esa otra herida escondida, aunque sangrante, de tantos dramas humanos en tantas historias ocultas o semiocultas, pero callarlo ahora sería igualmente hipocresía. Esas historias no quitan el sueño a nadie, al parecer, porque todo sigue igual en la fachada, y bien debieran quitar el sueño. Da la impresión de que no interesan los dramas personales ni la verdad que nos hace libres, sino la aparente blancura del muro que esconde tantas miserias. No hablo de perversiones ni de pecados, sino de los sufrimientos ocasionados por situaciones insostenibles y del envilecimiento consiguiente de los dones de la vida que son los dones de Dios.
¿Qué ha pasado? ¿Que se ha levantado un viento de corrupción en la iglesia? ¿Que han fallado los métodos de educación? ¿Es el hombre el que ha fallado o es la ley la que no es adecuada? ¿Sacrificaremos esa realidad a la ley? ¿Es el hombre para la ley o la ley para el hombre? No estamos hablando de una ley fundacional, constitutiva del ser o no ser del ministerio. En todo caso, hablemos. Pero es eso precisamente lo que no se hace. Es tabú este tema. Y esto es, lo repito, escandaloso... Ese tic del silencio es el que creo reconocer. El proceder es el siguiente: todo está perfecto, nada hay que cambiar, las disfunciones se deben a problemas de educación, quizá a una vida de piedad en quiebra (falta de oración, etc.), a una vida afectiva no madura (falta de experiencia de amistad, etc.) Conclusión: el fallo está en la persona, no en la ley. Hablemos sí, pero de otra cosa.
Y de otra cosa se habla. Se vuelve de nuevo en los seminarios a sistemas de «formación» caracterizados, cada vez más, por el aislamiento, sin advertir que no hay razón para que funcione en el futuro lo que no fue eficaz para lograr esos propósitos en el pasado.
Se necesita, a lo que veo, la confesión ante notario del propio reo para que quede constancia de que no es la ley, sino la fragilidad humana de cada una de las personas responsables de la situación. Con la confesión de la culpa va pareja la asunción de la pena. Y todos tan tranquilos. Nada ha pasado. Se ha excluido del ministerio a un veinticinco por ciento de los que lo servían, se los ha condenado al ostracismo eclesial, y, si algún reticente vacila en firmar, se lo empuja fuera para que no nos enturbie la conciencia. Nada ha pasado. Después con admirable imperturbabilidad organizamos semanas de oración por los hermanos separados, semanas de fe y cultura para captar creyentes, semanas por las vocaciones... y no nos cansamos de advertir -siempre a «los otros»-que hasta las prostitutas los precederán en el Reino de los cielos. Nos hemos lavado muy bien las manos.
Por supuesto que éste no es el problema principal de la iglesia, expresión e instrumento de la nueva justicia del Reino. Que había que hablar antes de su crónica tendencia a la complicidad con los poderes de este mundo, de su querencia a arrimarse a ellos y a adornarse, ella misma, con los atuendos del poder, de su papel tradicionalmente ambiguo cuando se trata de implicarse, más allá de las palabras, en los cambios de las estructuras injustas...
No es la ley del celibato el problema más importante. De ningún modo. Pero, según mi entender, el modo de afrontar el tema es un paradigma de ceguera e hipocresía escandaloso. Es su carácter sintomático lo que le da una dimensión inquietante.
Nunca quise convertir esto en una discusión teórica. No fue por planteamientos teóricos por los que me casé con Carmen. Lo hice porque nos queríamos ¡Eso es todo! No pensé que, en mis circunstancias, esa nueva situación me impidiese por sí misma, prestar a la comunidad el servicio que estaba prestando. Todo lo contrario. Eso es así».
«.También yo agradezco tu respuesta. No podía ser menos. No pretendía establecer una discusión epistolar. Mi carta quiso ser un desahogo lo más sincero posible con alguien a quien pienso que, no sólo
por razones del cargo sino por su talante amistoso, puedo dirigirme con esa franqueza. No se trataba, en todo caso, de puras elucubraciones teóricas sino de una cuestión que ha afectado profundamente a mi vida y no sólo en el aspecto laboral o periférico sino en estratos muy profundos de mi vivir cotidiano. No era una cuestión para juegos florales. En estas circunstancias, cuando no se tiene la intención de ir a la raíz, es mejor callar...
¿Puedo hacerte otra consideración? Al final de tu carta me hablas de que no puedes olvidar los compromisos contraídos de una vez para siempre ante Dios y la comunidad. Éste fue para mí, te confieso, el nudo gordiano de la cuestión durante mucho tiempo. En la vida, sin duda, hay que tener el coraje de tomar decisiones que embarquen toda nuestra existencia. En el seguimiento de Jesús, cuando se trata de los valores permanentes del Reino, el Señor nos manda no volver la vista atrás. Pero de eso se trata: de los valores permanentes del Reino. Uno de ellos es la necesidad de lectura de los signos de los tiempos, o lo que es lo mismo, la necesidad de interpretar lo que el Señor nos dice a través de lo que acontece. Esta apertura, a la novedad de lo que acontece, es una exigencia del Reino, que tiene una presencia y realización en el tiempo: en el de la historia global y la personal historia de cada uno.
Tomar decisiones, en nombre de Dios, absolutamente irreformables para el futuro (en aquello, se entiende, que por naturaleza es contingente), puede ser en la práctica, quitar la palabra a Dios, condenarlo al silencio; en resumen, hacerlo asumir como suyas, decisiones que son nuestras. Revestir de una irreversibilidad divina a nuestras propias decisiones es, por parte del hombre, una arrogancia blasfema. De otro modo: puedo tirarme del pináculo del templo, e invocar la voluntad de Dios para ello, y puedo pretender obligar a Dios a asumir las consecuencias...; pero eso, lo sabemos, es tentar a Dios.
Lo que quiero decir es que demasiadas veces hemos comprometido a Dios, hablando y decidiendo en su nombre, en aquello en que no hubiéramos debido hacerlo. Hemos creado un mundo de verdades absolutas, de normas inmutables a las que debemos fidelidad inquebrantable, y hemos sepultado en esa maraña lo esencial: la apertura concreta a la humilde verdad del hombre, en carne y hueso, que se nos revela cada día, a la misericordia y la bondad sin más. Actitudes como
éstas están en la raíz de todos los integrismos religiosos. También del católico. Exaltamos las grandes poses, entregar la vida a Dios (¡como si él la necesitase para algo!) Siempre he pensado que quien está dispuesto a morir por Dios, a secas, terminará matando por él si es preciso.. A mi entender Jesús no nos enseñó a entregar la vida a Dios ni a morir por él, sin más, sino a entregar la vida y morir como Dios por el hombre....
En lo que respecta a nuestro tema, muchas cosas han pasado y están pasando, como te decía y sabes mejor que yo (una visión antropológica renovada: nueva comprensión de la dimensión corporal y espiritual del hombre, por consiguiente, de la sexualidad -liberada del concepto ancestral de mancha o impureza, que ha contaminado hasta el lenguaje cotidiano-; la comprensión de la encarnación, como asunción por parte de Dios de toda la dimensión del hombre corporal, afectiva, etc.; una mejor comprensión de las fuentes y del significado de movimiento de Jesús; un conocimiento más exacto de las causas, modos y tiempos de la progresiva implantación de la ley del celibato...) ¿No nos obliga esto -a todos- a una reinterpretación de nuestra práctica del ministerio? ¿Se puede ignorar todo esto como si no ocurriera? ¿Los desajustes evidentes que arrojan las estadísticas son simplemente la conjura de las ocultas fuerzas del mal?
De fidelidad se trata, sí, no a nuestras convicciones y decisiones personales solamente, sino a la voluntad de un Dios que, tal vez, nos esté diciendo algo que no queremos entender».