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De la diócesis de Solsona. Tras una formación tradicional, el Concilio le infunde esperanzas de cambio y renovación en el ejercicio sacerdotal. Pero en sus primeros años como cura, encuentra poco sentido a una pastoral falta de visión de conjunto...
Marcha a Uruguay, ilusionado, esperando encontrar allí una proyección pastoral que tampoco llega: los destinos que recibe son poco acertados. Se casa. Tras su retorno, trabaja en una escuela-taller de discapacitados psíquicos. Encuentra el desencanto y el celibato como los dos factores primordiales de las secularizaciones.
Y no volvería a ejercer el ministerio en la situación actual de la iglesia
Una vez me contaron el siguiente chiste:
«Había un cura perdido en una parroquia de montaña, alejado del mundo. Lo fue a visitar su obispo, en la correspondiente visita pastoral y, después de charlar un rato con él, le pregunta:
- Padre Manuel, ¿está usted bien en esta parroquia o quiere que lo traslade a otra?
Y el padre Manuel, ni corto ni perezoso, le contesta:
- No se preocupe, que yo con mi Breviario y mi Rosario me arreglo muy bien.
Y a continuación grita:
- ¡Rosario, trae unas cervecitas bien fresquitas para monseñor y para mí!
Este chiste responde, de alguna manera, a una de las creencias más arraigadas en la gente. Y no sólo en los no creyentes, sino también en mucha gente de iglesia. La creencia popular de que el cura, en muchos casos, no es célibe, tiene sus fundamentos. La larga historia de la iglesia nos muestra muchísimos casos que fundamentan esa creencia: papas, obispos y curas que no han sido célibes y han tenido una mujer e hijos, de forma más o menos pública. Esto es así y la gente lo sabe. Y es que el celibato, creo que es uno de los muchos aspectos fundamentales en el tema de las secularizaciones. Uno de ellos, pero no el único. Debo confesar que en mis primeros tiempos de seminario yo creía firmemente que eso no era verdad y que, en todo caso, era una muy pequeña minoría quien no cumplía con el celibato. A lo largo de mi carrera y luego a lo largo de mi vida, he ido comprobando que estaba bastante equivocado y que eso de que «cuando el río suena, agua lleva» tiene su parte de verdad.
Cada caso de secularización, salida, abandono, reducción al estado laical (o como quiera llamársele) de un cura es único y distinto; pero las causas -y toda la problemática que acompaña al hecho en sí- yo las resumiría en dos grandes apartados. Estas causas a veces van juntas y otras veces discurren por caminos bien separados.
La primera gran razón de los abandonos es el desencanto que produjo a muchos la iglesia-institución (obispos, compañeros sacerdotes, funcionamiento interno de la misma institución, tipos de pastoral, fariseísmo entre lo que se predica y lo que se hace). Hubo muchas esperanzas truncadas y muchas ilusiones rotas, como también pasa en otros órdenes de la vida, en otras profesiones y en mucha otra gente. Claro que siempre de forma distinta, porque ser cura no es una profesión como las demás.
La otra causa importante es el celibato. Un tema bastante mal enfocado en los seminarios y un tema que ha traído desde siempre muchos problemas en el clero debido a las actuales leyes del celibato. Esta causa sí que ya es muy particular del mundo eclesial y ya se ha estudiado y hablado mucho de ella.
No es fácil analizar y distinguir bien las causas de las salidas, porque en muchas ocasiones iban juntas y se formaba una especie de totum revolutum1, sobre todo en unos años en que se estaba poniendo en cuestión casi todo, tanto dentro como fuera de la iglesia. Algunas veces se había dejado de creer en la iglesia en general; o solamente en ciertas leyes eclesiásticas, como la del celibato, en otros casos. Al menos ésta es mi impresión, después de conocer de cerca algunos casos de compañeros que abandonaron el sacerdocio, de hablar en algunas ocasiones de ello, de escuchar los motivos que se esgrimían y de haberlo reflexionado durante mucho tiempo.
Sirva esta pequeña introducción, para enmarcar mi pensamiento sobre el tema antes de explicar mi caso personal, que es lo que se me ha pedido. No pretendo hacer ningún estudio profundo ni aportar nada excepcional con ello. Quiere ser una exposición simple de la situación que yo viví y de cómo la viví entonces y de cómo lo vivo ahora.
Nací en el año 1948, en un pueblito de la provincia de Lleida, en pleno llano de la comarca agrícola del Pla d’Urgell, en una humilde familia de tradición católica, donde todos los días se rezaba el rosario y todos los domingos se iba a misa. Soy el mayor de tres hermanos. Recuerdo a mi padre trabajando siempre muy duro en el campo y a mi
madre haciendo las tareas de la casa y trabajando en la confección (en la misma casa) para poder sacar la familia adelante, cosa que hicieron con mucho sacrificio.
De bien niño mi madre me inculcó la fe, la fue regando tan bien como pudo y enseguida sentí el deseo de ser monaguillo y luego cura. Recuerdo bien que hacia los siete u ocho años uno de mis juegos preferidos era «decir misa». Fui formado en un tipo de religiosidad totalmente tradicional, muy normal en aquellos tiempos.
Entré en el seminario de Solsona en el año 1959, junto con otros treinta chicos más. Eran tiempos de seminarios llenos, en parte, debido a las dificultades económicas de muchas familias y porque era una forma de dar estudios de forma gratuita, o casi, a unos niños que de otra forma no podrían estudiar. Al menos esto es lo que se percibía y se comentaba. Era una salida en la vida, aparte de que hubiera vocación o no. Personalmente guardo buenos recuerdos de mi época de seminario; y también lo guardan casi todos los compañeros, que seguimos reuniéndonos desde hace veinte años para comer juntos, charlar y recordar cosas. Era el típico seminario tridentino2 que todos conocemos.
Los cinco años de humanidades fueron una constante criba. Todos los años iban dejando el seminario compañeros, debido a motivos diversos: o porque era una vida un poco dura (frío, comida medio justa y repetitiva, nostalgia de la familia, disciplina y alguna expulsión). Eran tiempos revueltos dentro de algunos seminarios y en el nuestro hubo incluso un plante frente al rector en el que tuvo que intervenir el obispo Tarancón.
Llegamos en al año 1965 al seminario mayor para empezar Filosofía unos quince. Los mejores recuerdos que guardamos todos los compañeros de aquellos años son de unos excelentes superiores. Los sentíamos cercanos, amigos, abiertos, decididos a crear ilusiones en nosotros, cosa que consiguieron largamente. Ahí se fraguaron amistades, en largas tertulias y tomando café juntos. Amistades que todavía perduran hasta hoy. Personalmente puedo asegurar que fue entonces cuando empecé a cambiar la mentalidad respecto a la fe, a las creencias, a la iglesia y a lo que significaba ser sacerdote. La mayoría nos volvimos muy críticos y
empezamos a vislumbrar caminos nuevos y esperanzas nuevas, todo ello avalado por un Concilio Vaticano H, que parecía que transformaría todo y que nos había llenado de esperanzas a todos.
En el año 1968 empezamos Teología unos diez compañeros. Estuvimos dos años en Solsona, hasta que se planteó una reestructuración debido a que cada vez había menos seminaristas y la formación que se podía dar no era la adecuada. Por eso los dos últimos años de Teología los cursamos en la Facultad que los Jesuitas tenían en Sant Cugat del Valles. Aquello fue otro nuevo gran descubrimiento para los ocho que quedamos y que, si no recuerdo mal, completamos los estudios eclesiásticos: allí encontramos buenos profesores, una nueva forma de estudiar, un ambiente de facultad que nos deslumbraba. La verdad es que también de esta última etapa guardamos todo un buen recuerdo. Aquello ya no era un seminario cerrado y nos daban mucha libertad en todos los sentidos. Todo ello nos hizo madurar bastante y nos abrió horizontes nuevos.
Posiblemente fue todo este conjunto de cosas lo que influyó en la decisión que tomamos todos los compañeros de no pedir la ordenación enseguida, como era bastante habitual en aquellos momentos. Todos decidimos tomarnos unos años para terminar de madurar la decisión o para tomar nuevos rumbos, que algunos ya tenían bastante claros. Unos estudiaron otra carrera universitaria, otros decidieron ponerse a trabajar y algunos decidimos ir a alguna parroquia y hacer algún trabajo para la diócesis. Una razón de esta decisión fue que en la diócesis había un obispo muy poco querido, muy lejano y con quien nunca tuvimos una conversación ni un intercambio de opiniones amable.
Yo elegí ir a dar clases en dos escuelas profesionales diocesanas y los fines de semana ayudaba en alguna parroquia, siempre vinculado con la iglesia y siempre con ánimo de ordenarme cura un día. Nunca tuve grandes dudas existenciales y siempre pensé que mi camino en la vida era el de ser sacerdote. Si algo me molestaba bastante y me producía cierta inquietud, era la situación de mi diócesis y el alto descontento que había entre los curas por causa del obispo Bascuñana. Pero yo pensaba que esto era un mal pasajero y que se podía superar sin mayores problemas. Por eso a los tres años pedí la ordenación y el 25 de Julio de
1974 me ordenó sacerdote el mismo Bascuñana. A fin de cuentas fue la única ordenación sacerdotal que se produjo en mi curso. Otro compañero fue ordenado diácono pero nunca llegó a pedir la ordenación al sacerdocio.
En septiembre de ese mismo año fui destinado a una parroquia donde nadie quería ir como coadjutor, debido a que el párroco era un hombre bueno pero muy particular. Yo me sentí bien tratado personalmente, pero ya no tanto como coadjutor. En este momento empecé a ver desde dentro y bien de cerca los defectos de los curas y de la propia institución eclesial, que a veces se parecía más a una gran empresa que a la iglesia de Jesús, tal como yo la imaginaba y la quería.
En este período de tiempo había fallecido monseñor Bascuñana y habían designado administrador apostólico al obispo de La Seu d’ Urgell, Martí Alanís. Con él fue con el primer obispo con el que tuve una conversación «como Dios manda» y con el que tuve un diálogo por primera vez entre cura y obispo. Recuerdo que ahí ya le mostré mi descontento y también mis ganas de ir a «misiones». Me pidió que lo fuera madurando y que permaneciera un año más en la parroquia.
Los dos años que permanecí en la parroquia tuvieron sus cosas buenas y sus cosas malas. Fueron años de trabajo y mucha ilusión. De hacer realidad ilusiones por las que me había hecho cura. Mucha relación con jóvenes, mucho enriquecimiento personal, tiempos de compromisos políticos en épocas políticamente convulsas. Pero también época de descubrimiento de la soledad, de lo que son las muchas miserias del clero, de lo que es trabajar sin un plan pastoral adecuado, sin hacer una pastoral mínimamente de conjunto, sin saberse comprendido, respaldado y animado en algunas situaciones. Menos mal que siempre hubo algún compañero con el que charlar y con el que tener confidencias personales y poder desahogar mis penas y explicar mis ilusiones.
Por eso llegó el momento de querer salir cuanto antes de esta especie de jaula en la que me sentía metido y buscar aire nuevo en confines lejanos, donde sabía que se trabajaba de otra manera y donde sabía que había necesidad de sacerdotes. Siempre había estado en contacto con
algún cura de mi diócesis que trabajaba en América Latina, y había tenido conversaciones con algún cura que había regresado de Chile hacía bien poco, y nos contaba sus experiencias como misionero. Todo ello terminó de entusiasmarme y me ayudó a tomar la decisión junto con mi obispo. Planteamos dónde ir, pues había varios países de América donde había curas diocesanos. Pero por afinidad de edad y trato, decidimos que el lugar adecuado podía ser Uruguay. Y así se hizo.
En el año 1977 llegué a Uruguay y me asignaron como coadjutor de un cura uruguayo de una parroquia del interior. Creo que fue la peor decisión que tomaron conmigo y creo que fue mi peor decisión el haber aceptado. Resulta que cuando me pongo en contacto con un cura catalán amigo mío que hacía muchísimos años que estaba en Uruguay, él me anima a ir y me dice que escriba al obispo de Minas, diócesis donde ya había habido curas catalanes desde hacía varios años y dos curas de Solsona en aquel momento. El obispo me contesta que sí, que encantando con que fuera. En este momento fallece este obispo del cual todos me habían dado excelentes referencias. La idea de mi obispo y la mía era la de trabajar junto con algún otro cura de Solsona y así poder ser más fácil mi aterrizaje en un nuevo país, una nueva cultura y una nueva pastoral. Nos pareció a todos que era lo normal y lo deseado.
Pues exactamente en este momento nombran un nuevo obispo, totalmente distinto del anterior. Era época de dictaduras militares en todo el Cono Sur latinoamericano y el obispo era muy conservador y pro-militares. Ahí aterrizo yo, cura joven, inexperto, de otro país y de otra cultura y me ponen de coadjutor de un cura uruguayo en una parroquia del interior. Un cura relativamente joven, pero enfermo psíquico, poco trabajador, un poco borrachín y con un montón de traumas, que no sabría definir bien porque no soy psicólogo. Enseguida me di cuenta que nos habíamos equivocado todos: ellos por destinarme allá y yo por aceptarlo. Traté de trabajar con ilusión y con la gente del pueblo me sentí siempre muy bien. Mi adaptación fue estupenda y traté de integrarme totalmente en la cultura del país y en los planes pastorales que había, que en realidad eran bien pocos. Volví a trabajar con jóvenes, con niños y con matrimonios y me sentía siempre muy bien entre ellos. Pastoralmente considero que fue una experiencia muy rica, de la que conservo muy buenos recuerdos. Lo mejor era la cercanía con las
personas y el sentir que uno compartía su vida. La misma manera de ser cura en América Latina es muy distinta a la de Europa, aunque haya de todo como en botica. Pero la relación personal con el otro cura cada vez era peor y consideré que aquello no lo soportaría. Pedí al obispo que me mandara con mi amigo catalán y accedió enseguida al ver que la bomba podía explotar en cualquier momento. Explico todo esto porque creo que estos detalles ayudan a entender mejor cómo pueden influir muchísimo ciertas circunstancias en la vida de un sacerdote. Estos años a mí me marcaron mucho y cambié muchos esquemas. Fueron dos años más de trabajo precioso en la nueva parroquia. Con un buen compañero -ahora sí-, con mucho trabajo, con muchas ganas y siempre pensando que había encontrado el lugar adecuado.
También debo confesar que siempre estuve replanteándome mi sacerdocio y siendo muy crítico con muchos aspectos de la iglesia, de la pastoral y del mismo sacerdocio. Por un lado, parecía que habían renacido ilusión y ganas. Pero en el fondo de mi espíritu sentía que había algo que se removía y que cuestionaba cosas esenciales: sentido del sacerdocio, exigencia del celibato, por qué tener que vivir de forma tan distinta a las demás personas. Recuerdo que todos estos temas los discutíamos largamente en el grupo de matrimonios de la parroquia, grupo que me enriqueció muchísimo, humana y espiritualmente. Seguía mi maduración, mis cuestionamientos y mi evolución personal, siempre codo con codo con el grupo, con las distintas familias y con alguno de los miembros en particular. Alguno de ellos ya me auguraba en aquellos momentos que mi futuro estaba fuera del sacerdocio. Se empezaría a notar que estaba empezando a entrar en crisis, aunque ni yo mismo me estaba dando demasiada cuenta. Empiezan a entrar dudas existenciales y preguntas de todo tipo y tengo mi primera gran prueba de tipo afectivo. Es la primera vez que me planteo seriamente el tema del celibato. A pesar de haber sido racionalmente crítico con un montón de cosas, no había dudado seriamente dejar el sacerdocio en ningún momento. Pero ahí empiezo a dudar de casi todo y por primera vez pienso en esta posibilidad. Me doy cuenta que cada vez soy más crítico con la iglesia-institución; empiezo a pensar seriamente si valen la pena tantas renuncias y tantos sacrificios. Me pongo enfermo y, al poco tiempo me quedo solo en la parroquia por un año. Ahí fue cuando llegó el cuestionamiento más
profundo y las principales inquietudes vitales me daban vueltas por la cabeza, me hacían sufrir enormemente y empecé a pensar cómo buscar soluciones. Empecé a creer seriamente que no valía la pena ser cura. Me entró una especie de miedo a la soledad. A veces me sentía muy solo, incluso sabiendo y constatando que la gente que me rodeaba me quería y me acompañaba, pues siempre tenía las puertas de sus casas abiertas. Me sentía muy cercano de todos ellos y buscaba su compañía porque la necesitaba urgentemente.
Reflexioné y escribí mucho. Trataba de racionalizar todo aquello que me pasaba y explicármelo a mi mismo. Trataba de entenderlo y cada vez lo entendía menos. Estaba hecho un ovillo enredado y empecé a hacer proyectos de futuro fuera del sacerdocio.
Entre tanto, había habido en mi diócesis de Solsona el nombramiento de monseñor Moncadas, que al poco tiempo de tomar posesión quiso ir a visitar a sus curas misioneros, en un gesto de auténtico pastor3, que todos valoramos muy bien. Cuando estuvo en mi parroquia un par de días o tres, aproveché para plantearle todas mis dudas existenciales, que él escuchó con mucha atención y que agradeceré infinitamente porque encontré a un padre-pastor, muy cercano a uno de sus curas que estaba sufriendo. Respetó mis palabras y respetó mis silencios. Fundamentalmente me escuchó, que era lo que yo quería y necesitaba. Entonces me planteó volver a Solsona y hacer un año sabático para repensar todo, descansar y ver qué pasaba...
Volví a mi tierra, descansé, reflexioné, estuve visitando familiares y estuve haciendo unos Ejercicios Espirituales de un mes en El Cubo de Don Sancho, una pequeña parroquia rural de Salamanca, donde había un sacerdote con fama de santo y de sabio. Recuerdo que escribía páginas y más páginas porque la escritura me ayudaba a reflexionar. Si de algo sirvió todo este tiempo, fue para ver que no tenía futuro como cura porque había perdido el sentido de mi sacerdocio dentro de un tipo de estructura eclesial que no me servía. Pero quise darme mi última oportunidad e intentarlo de nuevo. Visto desde la perspectiva actual me doy cuenta que fue un intento inútil y una forma de alargar la agonía, por decirlo de alguna forma
ÍIS
Decidimos que volvería a Uruguay, ahora a otra diócesis donde había un obispo muy campechano, muy animoso y muy buena persona. Estuve allá trabajando un par de años más, pero ya con muchas dudas y poco convencimiento. Fue allá que conocí a la que hoy es mi esposa, que era integrante de un grupo de jóvenes de la parroquia y catequista. Nos enamoramos y fue entonces que tomé la decisión definitiva de mi salida. No podía ni quería seguir. Decidí decir basta y empezamos a hacer planes de futuro juntos. Mi actual esposa en aquel momento tenía un trabajo que no le daba ni para vivir. Había problemas graves de salud en su familia y problemas económicos. Hablamos cómo encontrar una salida, cosa difícil en un país en crisis como Uruguay, de donde la gente se iba porque no podía trabajar. Entonces convenimos que ella iría a trabajar a Catalunya, después de haberle encontrado trabajo en una casa de familia, donde vivía interna, trabajando muchas horas y sin tener un día libre (solamente alguna tarde de domingo). Ganaba poco dinero, pero era una forma de poder esperarme a mí porque pensamos que sería más fácil plantear nuestro futuro en Catalunya que en Uruguay. No nos fuimos juntos porque el párroco de la parroquia donde estaba en aquel momento se había ido por unos meses y, si me iba yo, quedaba sola. Decidimos que ella se iría y que cuando llegara el párroco, me iría yo, cosa que hice a los pocos meses.
Estamos en el año 1984. Regreso a mi tierra, vivo en la casa de mis padres, debo dar la noticia a mi obispo, a mi familia (a mi madre le afectó mucho y le costó un montón aceptarlo), a mis amigos y conocidos; y empiezo a buscar un trabajo para empezar una nueva vida, con treinta y seis años a mi espalda, sin una carrera civil, un oficio ni un panorama claro. De todas formas, siempre consideré que el seminario nos dio una formación y un bagaje cultural importante y que, tarde o temprano, algo saldría. Sabía de algunos compañeros que estaban trabajando y yo no sería menos... Pero en aquel momento no tenía más dinero que el sueldo que el obispado me pasó durante unos meses como a otro cura cualquiera. Lo primero que quiero destacar de mi caso particular, pero que lo hago extensible a otros muchos casos de compañeros que dejaron el sacerdocio, es la gran dificultad que uno encuentra para reintegrarse de una forma normal en una sociedad de la que uno se apartó -y le apartaron-
durante muchos años. En mi caso, con mucha más razón porque había estado ocho años fUera de mi tierra y se habían roto todo un montón de lazos.
Busco afanosamente trabajo durante unos meses, hago algunos pequeños trabajos de suplencia, mando unos cuantos currículums y tengo unas cuantas entrevistas de trabajo. No salía nada interesante. Pero de golpe y gracias a un compañero sacerdote (que luego también salió), me ofrecen trabajo en un taller de discapacitados psíquicos que estaba en una etapa de transformación y quería incorporar maquinaria para llegar a ser una pequeña empresa que se autoabasteciera, en lo posible, económicamente. Yo iba a aprender a manejar una máquina de transformados plásticos y trabajaría como monitor de esos muchachos. Empecé a trabajar en este taller en abril de 1985 y... ¡hasta ahora!
El trabajo que me ofrecieron era algo totalmente nuevo y desconocido para mí. El mundo de los discapacitados psíquicos es un mundo muy especial y debo confesar que me ha cautivado. He trabajado muy feliz todos estos años, aunque debo confesar que he tenido que aprender todo. Pero en ningún momento me he arrepentido de haberlo aceptado y de no sucumbir a la tentación de dejarlo cuando, en algún otro momento, tuve otras ofertas de trabajo. Una de ellas fue la de profesor de religión en un par de institutos de la zona, proposición que me hizo el párroco que estaba en mi pueblo en aquel momento y que ya nos conocíamos de muchos años atrás. Pensé que era infinitamente mucho mejor el trabajo que ya tenía, aunque económicamente no fuera tan interesante. En este sentido siempre he pensado que quería trabajar para poder vivir dignamente y no pretender hacerme rico. Éste es uno de los valores que me han acompañado siempre en la vida y que estoy seguro que aprendí en el seminario. Tuvimos que trabajar mucho, mi esposa y yo, porque no teníamos absolutamente nada. Entramos a vivir en nuestro piso con una mesa, unas sillas, una cama y poquito más. Pero también esto fue una excelente experiencia y la recordamos siempre con agrado.
El 25 de noviembre de 1985 decido hacer la petición oficial de la reducción al estado laical, sabiendo que las cosas en aquellos tiempos iban muy despacio o que, directamente, no salían. Pero tampoco me
importaba demasiado porque consideraba un trámite sin mucho sentido y que hice sin mucho convencimiento.
El 28 de febrero de 1986 contraigo matrimonio civil con la que hoy es mi esposa, con la normalidad y el convencimiento que lo que fundamenta el matrimonio es el amor y no los papeles, por decirlo de forma sencilla. Así vivimos hasta que el 5 de julio de 1993 recibo la noticia de la «dispensa de los derechos y deberes del estado clerical», que voy a firmar en la curia con cierta frialdad por parte de todos. En diciembre de 1994, aprovechando un viaje para visitar a la familia de mi esposa y amigos, contraemos matrimonio eclesiástico en la ciudad de mi esposa, en Uruguay, bendecido por dos curas catalanes amigos que trabajan allá, y acompañados con mucha alegría por muchos familiares y amigos ex feligreses míos.
De todos estos años de casado quisiera destacar unas cuantas cosas. En primer lugar, que me he sentido aceptado por la mayoría de curas de mi parroquia y del entorno. Quizás el único que parecía querer poner distancia y frialdad en las relaciones fue el párroco del pueblo donde encontré el trabajo y donde fuimos a vivir. Pero se fue pronto y ya con todos los demás que siguieron llegando, hubo excelentes relaciones e incluso invitación a que colaborara con la parroquia en la catequesis, en Cáritas y en otras pequeñas cosas. Ellos quisieron hacer el gesto de tenderme la mano y yo tenía que aceptarla, porque era una forma de normalizar mis relaciones con la iglesia-institución y con antiguos compañeros y conocidos. Pero creo que lo hice con poco convencimiento porque la pastoral que se estaba haciendo -y que se hace todavía ahora-es la misma que yo no compartía y que no quería hacer. Por algunos años fui catequista de confirmación y miembro de la junta parroquial de Cáritas, llegando a ser presidente por un tiempo. Pertenecimos a un par de grupos de matrimonios, uno de ellos de la misma parroquia y el otro grupo de otra población. Dejé la catequesis por cansancio y, como dije antes, por falta de convencimiento. He seguido hasta hoy en la junta de Cáritas, porque creo que es una de las cosas más serias que hace la iglesia y donde puede mostrar uno de los aspectos más característicos: el amor hacia los más pobres y necesitados. Durante todos estos años hemos ido a misa los domingos en la parroquia, colaboramos en alguna ocasión con la liturgia y otras actividades de la parroquia. Debo reconocer
con agrado que siempre hemos tenido buena sintonía con los curas (con unos más que con otros) y una muy buena acogida por parte de todos.
Sigo siendo muy crítico con la línea teológica de la iglesia actual, con el papa y con la mayoría de obispos. Durante estos años no he sentido la necesidad de leer demasiada teología, pero sí que he leído con asiduidad algún teólogo y algunos temas en concreto, sobre todo en lo que se refiere a la Teología de la Liberación (Boff, González Faus, Casaldáliga...)
Desearía que la iglesia dejara de tener una estructura de empresa o de club y se tornara comunidad de vida. Que se formaran pequeñas comunidades donde compartir la vida y la fe. Quisiera que los curas fueran gente normal, casada o célibe, que se ganaran el sustento trabajando. Admiro obispos como Casaldáliga y Helder Cámara, por ejemplo, y me deja indiferente el fondo y sobre todo la forma de la mayoría de encíclicas y pastorales. Es un lenguaje totalmente alejado de la realidad e incomprensible incluso para los mismos cristianos. Considero que la Iglesia está dando pasos atrás, que se cierra en sí misma y que se distancia cada vez más de las personas y de sus problemas.
Dejé de ejercer de cura sin mucha nostalgia y sin dolor. Es cierto que a veces echo en falta cosas y ciertas vivencias profundas que tuve ejerciendo el ministerio. Pero incluso así, si un día me ofrecieran volver a ejercer, no aceptaría, porque el fondo de la cuestión no ha cambiado y me encontraría con la misma problemática que no compartía. He tenido algunas conversaciones con excuras, alguno de ellos vino a hablar conmigo antes de salirse; he conversado con ellos algunas veces; pero nunca busqué ninguna relación con MOCEOP ni con colectivos parecidos, aunque considero que hacen un buen trabajo y que pueden ayudar a cambiar las opiniones. Gracias a internet hoy todo esto es mucho más fácil. Una vez, un ex cura que pertenece a MOCEOP, me invitó a un chat que hay los jueves. Entré algunas veces, pero debo confesar que no me interesó para nada y me aburrí bastante, quizás porque yo me sentía un poco como un sapo de otro pozo. También en alguna ocasión he tenido la curiosidad de leer algunos boletines o algunas noticias sobre
lo que hace MOCEOP y lo que escribe. Estoy casi siempre en sintonía con todo ello. Esta colaboración que estáis leyendo es fruto de esta curiosidad porque un día entré en la página y vi la idea del libro.
Haber dejado el sacerdocio no ha sido ningún gran trauma personal porque considero que ha sido fruto de una natural evolución de mi pensamiento y de mi vida. Cuando me ordené siempre contemplé la posibilidad de que un día se pudiera dar eso. Y se dio. Y tampoco pasa nada. Ejercer el sacerdocio podría hacerse de otros modos totalmente distintos y no pasaría nada tampoco. Algún día habrá cambios profundos debido a la necesidad. Quizás yo no lo veré pero lo verán mis hijos (por decirlo de algún modo, pues no tengo hijos) o los hijos de los muchos curas casados que sí que han tenido.
Me desencanté de la Iglesia, pero no de Jesús. Sigo creyendo en El, aunque también de forma muy distinta de como creía antes. Así como me desencanté de la Iglesia, también estoy desencantado de la política y de algunos aspectos de la sociedad actual, tan consumista y tan materialista. Pero también veo signos de esperanza en algunas cosas que transformarán esta misma sociedad hasta límites insospechados, como por ejemplo la informática, internet y las nuevas tecnologías que van a revolucionar todo (medicina, industria, trabajo, relaciones humanas, etc...) No creo que podamos imaginar cómo será el futuro, pero si en algo debo creer, es en un futuro mejor para la humanidad basado en valores evangélicos y humanistas. No importará tanto ser católico como ser creyente. Creer en Jesús y en los valores que nos dejó. Y la creencia debe ser algo que siempre debe estar en crisis, algo abierto, libre y en evolución continua.
(Notas)
1 Caos, desorden.
2 Ver Glosario: Seminario
3 Nombre que se da a los Obispos por su tarea de cuidar la fe de los creyentes. Hace referencia a textos del Evangelio en que Jesús a los apóstoles les pone como ejemplo a los pastores que cuidan de sus ovejas, o a su frase de se aplica a sí mismo: «Yo soy el Buen Pastor» @Jn. I0,tl).
Valenciano, de carácter abierto y sociable. Formación en colegio religioso. Decide entrar en el seminario a los diecisiete años. («Vocación tardía», como se decía entonces).
A partir de ese momento, tensión entre una formación que buscaba la ruptura con la vida normal exterior, y unos deseos de seguir en contacto con la realidad y con los grupos de creyentes de movimientos especializados.
Vive el Vaticano II como una invitación a crear otra forma de ministerio; y en ese sentido orienta su recorrido por diversos pueblos; su retorno a una barriada obrera de
Valencia le ayuda a profundizar sus compromisos. Su incorporación a un trabajo civil, sus estudios civiles y la decisión de contraer matrimonio le han ayudado a caminar por la senda de la desclericalización.
No es fácil expresar con brevedad la vida y las experiencias. En parte me voy a servir del escrito que, a petición del arzobispado, me pidieron que hiciera para solicitar lo que ellos llamaban secularización o dispensa del compromiso de celibato.
Nací en 1942. Pertenezco a una familia de clase media -mi padre era empleado de banca- y somos tres hermanos, siendo yo el mayor. Un ambiente familiar bueno tanto en la formación cristiana como moral y social, residiendo en Valencia, donde nací, y en un entorno ciudadano. Los estudios primarios y todo el bachillerato superior los realicé en el colegio de los H.H. Maristas, con una educación tradicional cristiana y orientado por el capellán, que era un sacerdote diocesano.
Mi carácter abierto y sociable me encaminó, desde mis años adolescentes, a participar en la Acción Católica, en la incipiente JIC y en el Movimiento Júnior como educador en la parroquia.
Terminé el bachillerato y estudié el primer curso de peritaje industrial (ingeniería técnica industrial). Durante ese curso, invitado con los antiguos compañeros del colegio a unos ejercicios espirituales dirigidos por el capellán y reflexionando sobre las distintas salidas vocacionales, me planteé mi posible servicio sacerdotal, como entrega a las personas para presentar el mensaje de Jesús.
Así pues, libremente y sin pegas ni a favor ni en contra por parte de mi familia, ingresé con 17 años cumplidos en el Seminario Metropolitano de Valencia, en 1959, pasando directamente al seminario mayor.
Recuerdo que para el grupo de doce compañeros que entramos, ya mayores y procedentes de una vida de jóvenes universitarios, con la normalidad de amistad de amigas y amigos, supuso un fuerte choque la cerrazón, aislamiento y segregación del seminario, en donde se vivía teorizando en las nubes sobre la vida humana y sus problemas, con miedo a mezclarse demasiado con la gente para no perder la vocación.
Con todo, es justo recordar y agradecer los niveles de formación intelectuales, culturales y humanos que recibí allí. Además me facilitó salvar algo este contraste los primeros años, el que, por ser bachilleres, los superiores tuvieran más flexibilidad con nosotros. Esto me permitió no desligarme del todo de mi anterior ambiente (JIC, JEC) y, a través de cursillos, seguir en contacto con la JOC, como también en vacaciones con el Júnior y mis antiguos amigos. Procuré, a pesar de dedicarme profundamente a mis estudios de filosofía y teología, no perder contacto con la realidad y problemática humana del ambiente estudiantil, obrero, campamentos juveniles, etc.
Enganchado desde el principio y con interés a toda la movida del Concilio Vaticano II, tanto en su preparación como en su desarrollo, iba contrastando, en mi búsqueda, los tipos de estructura clerical y sacerdotal. Así intenté buscar un sacerdocio más encarnado como servicio al pueblo y a las comunidades cristianas en su propia problemática concreta. En mi joven mentalidad, aunque primaba el servicio a todos, iba descartando un sacerdocio clerical, sacramentalista, ligado al poder civil y dispuesto a toda costa a mantener una cristiandad masiva.
Ya entonces pensaba y después intenté realizar en mi vida, un sacerdocio enraizado en la problemática del pueblo, con normalidad, y cercano al mundo obrero, pobre y marginado.
En el seminario, un grupo de compañeros -animados por el enfoque del Concilio- reflexionamos juntos sobre la posibilidad de desarrollar y personalizar nuestro servicio sacerdotal por este camino. Nos ordenamos sacerdotes, este equipo de amigos, aceptando libres y conscientes todas las leyes eclesiásticas y obligaciones que nos exigían, incluida la del celibato, esperando, desde luego, que algunas leyes cambiarían (el Concilio ilusionaba) y que la estructura sacerdotal que los siglos nos habían legado, evolucionaría para ser más fiel al evangelio.
Fuera del seminario, en el año de prácticas de diaconado, a través del vicario episcopal, con quien yo trabajé en su parroquia, planteamos, como
equipo, al obispo la posibilidad de ordenamos y que nos mandaran a una zona de parroquias donde pudiéramos trabajar conjuntamente en equipo pastoral. Nos lo aceptaron y nos ordenamos con nuestro curso en mayo de 1967.
Así pues, mi primera tarea pastoral fue en varios pueblos rurales (Valle de Ayora), donde nos mandaron a los cuatro condiscípulos (y al año siguiente se nos unió un compañero más) para trabajar en equipo en los seis pueblos cercanos que formaban un arciprestazgo. Organizamos el trabajo conjunto: uno llevaba el Júnior en todos los pueblos, otro los jóvenes... Fue una experiencia muy satisfactoria y, desmitificando actitudes clericales, pudimos planificar en común y prestar un servicio de formación cristiana y ayuda social y cultural, viviendo la problemática del mundo rural (facilitamos poder estudiar y promocionarse en el trabajo a jóvenes del valle que no podían por sus medios.) Al mismo tiempo, entre nosotros manteníamos la reflexión de nuestra vida cristiana y sacerdotal, procurando estar al día en todo lo que la iglesia y la teología progresista, iban desarrollando del camino que había marcado el Vaticano II. De acuerdo todo el grupo, enviamos un compañero a las reuniones en Holanda, lo mismo que a las de Monserrat. Recogiendo ideas, propuestas y actitudes, las estudiábamos y reflexionábamos en común.
Fruto de nuestra reflexión en grupo, de cierta desilusión ante la cerrazón eclesiástica a abrir las puertas y ventanas conciliares, dos compañeros del equipo sacerdotal tomaron la decisión personal de abandonar las parroquias y el ejercicio sacerdotal. Los otros tres, aunque compartíamos sus ideas y decisiones, creímos conveniente continuar en nuestro servicio y seguimos haciéndonos cargo de todas las parroquias.
Por decisión del obispo D. Jesús Pla (que no estaba de acuerdo con nuestra línea de pastoral) y, según él, para mejorar la acción sacerdotal en aquellos pueblos, decidió sacarnos a los tres compañeros y enviar un grupo de sacerdotes procedentes de Soria, que se incorporaban a nuestra diócesis y con los que, a pesar del obispo, acabamos siendo grandes amigos.
Tuve la suerte de que me destinaran a una barriada obrera de Valencia, La Malvarrosa, y poder trabajar con un gran sacerdote D. José Vila López (le agradecí siempre que él mismo lo solicitara al obispo), que había trabajado como consiliario durante muchos años en la JOC y en el Júnior diocesanos, al que ya conocía y habíamos coincidido juntos incluso cuando en mi juventud fui educador júnior.
Los seis años de trabajo en esta Parroquia, me sirvieron para vivir mi experiencia de trabajo en una fábrica, la vivencia de contacto pastoral con un equipo de jesuitas obreros que vivían en un piso, y de religiosas en barrios que trabajaban en nuestra zona. Además de participar y vivir la experiencia de una comunidad de base de CCP que formamos en el barrio, y otras comunidades juveniles formadas en la parroquia en torno al Júnior.
Mi vivencia del mundo obrero en esta parroquia me hizo plantearme mi independencia económica de la Iglesia y no depender de que te mantuvieran los cristianos, sino vivir de tu propio trabajo. Por eso, al principio me puse a trabajar en una fábrica, pero después al darme el obispado clases de religión en el instituto y poder cobrar, decidí estudiar una carrera civil; así terminé magisterio en 1975, lo cual me facilitó poder coger clases en una academia cerca de la parroquia y poder independizarme económicamente siguiendo en el instituto.
Así, mi evolución y reflexión personal, tanto en el pueblo con el equipo sacerdotal, como en la barriada obrera de Valencia, viviendo los problemas de base y desde las comunidades cristianas populares, me llevó a plantearme mi estatus civil desclericalizado como necesario y no incompatible con mi servicio sacerdotal a la comunidad si ésta lo requiere. Dedicarme a la evangelización del pueblo y la renovación de la Iglesia que formamos todos y que es tarea nuestra, desde mi fe en Dios siguiendo el camino de Jesús.
Me matriculé en la facultad por seguir estudiando la licenciatura civil, y allí conocí a la que hoy es mi mujer, Ma Luisa. Siguiendo la línea de mi
reflexión vital y cristiana, no me creó el mínimo problema de conciencia plantearme una nueva vida de amor en pareja y renunciar al compromiso legal del celibato, aceptado desde el principio como una ley impuesta y sin base evangélica, y con la esperanza de un planteamiento opcional por parte de la iglesia postconciliar.
Curiosamente solicité a la Iglesia la dispensa legal de mi compromiso de celibato, pero afirmando y demostrando con base evangélica y teológica que no era incompatible el sacerdocio (sin todas las connotaciones clericales por supuesto) con el matrimonio cristiano. Como era de esperar me dijeron que legalmente y según una cierta tradición no era posible tal compatibilidad hoy.
Nos casamos en julio de 1978 sin ninguna pega ni dificultad por parte de nuestras familias, y tenemos una hija. Indudablemente que, aunque la historia vivida por mí anteriormente ya había sido algo desclericalizante, la feliz vivencia del amor en pareja y la satisfacción de la paternidad, junto con un trabajo civil que te da independencia y autorrealización social, va limando y liberándote de la situación de poder y de superioridad que el estatus de cura facilita en la sociedad.
En mi vida de casado he trabajado de profesor en un colegio concertado, dando clases desde primaria hasta 4o de secundaria. En los diez últimos años he simultaneado mis clases de 30 y 40 de secundaria con la jefatura de estudios. Además he seguido y sigo en contacto con el movimiento Júnior en parroquias de barrio y participado en campamentos y acampadas junto con mi mujer y mi hija.
Hoy en día no sería capaz de volver a ejercer la función sacerdotal clerical, porque además me siento muy lejos y no creo ya en la forma estructural de una jerarquía que no responde al evangelio y, por lo tanto, no me podría sentir ni enviado ni representado por ella.
Sin embargo, en mi trayectoria de casado y según mi manera de vivir mi fe y mi sentido comunitario de iglesia, no me he negado a prestar algún servicio ministerial o sacerdotal a la comunidad que me lo ha solicitado. Mi vivencia cristiana actualmente se centra en relación con
comunidades, grupos cristianos de base, algún grupo parroquial de barrio, grupo de amigos... También en mi historia laboral he trabajado y sigo en contacto, hoy jubilado, con el mundo sindical de CCOO, ONGs y grupos políticos de izquierdas.
Tuve la suerte de que el cura que me sustituyó en el pueblo de Jalance (Valle de Ayora), el cual se había casado como los cinco compañeros que empezamos juntos, me llamó desde Madrid para unirme al movimiento de curas casados en España: MOCEOP. En el 1981 en la parroquia de Moratalaz, Ma Luisa y yo nos unimos al grupo moceopero, que funcionaba ya, y nos lanzamos a iniciarlo en Valencia.
Desde luego para mí y en mi nueva vida, ha sido una tarea y ayuda estupenda. Representaba luchar en principio por aquel celibato opcional que se esperaba después del Concilio; pero lo que ha sido más importante es la acogida, encuentro, tarea de cambio en la iglesia y reflexión unida a la acción para renovar y revivir un concepto de comunidad de comunidades, rompiendo con una Iglesia de poder, de Estado Vaticano, de clerecía jerárquica. y plantear un mundo según el camino de Jesús de Nazaret.
Además de crear una amistad, se oía otra voz no oficial y con conciencia de movimiento, no nueva estructura. Siempre con la idea de estar en camino y trabajar juntos con todos los que en ese camino avanzamos:
Redes cristianas, CCPJ, Somos Iglesia....
Bueno, y aquí estamos, jubilado en el trabajo civil, pero siguiendo adelante y con ilusión, valorando la trayectoria, pero no conforme sólo con lo que se ha hecho y sabiendo que todavía queda mucha tarea por realizar.
(Notas)
1 Comunidades Cristianas Populares