De su pueblo, nunca antes había salido un cura. De ahí arranca, en parte, su espíritu rompedor.
Los años de formación y los primeros destinos fueron muy duros. Ausencia de templos, parroquias por crear desde la nada, carencia de vivienda y de servicios mínimos. Y enfrentamientos y denuncias debido a su opción por una pastoral abierta a la realidad.
También estas circunstancias le ayudaron a descubrir el objetivo fundamental: hacer comunidad; y, para ello, partir de los pobres, de los jóvenes y de una catequesis desde la vida.
Finalmente, se encontró con el amor de una mujer y el compromiso con los demás a través de una profesión civil. Muchos no lo entendieron; pero en esas coordenadas se ha movido desde entonces su vida.
Nací en 1935, en el seno de una familia numerosa, seis varones y dos mujeres, en un pueblo marinero de la provincia de Cádiz: Barbate. Fui el primer cura que salía del pueblo: no tuve el ejemplo previo y cercano de alguien muy conocido, más bien lo contrario. Puedo decir que mi vocación no fue fruto del deseo de imitar a nadie. El cura de la parroquia me preparó para entrar en 2o de Humanidades del seminario menor de Cádiz; y así fue.
La vida en el seminario fue realmente feliz, dentro de la felicidad que aportaban la rigidez del reglamento, la exigencia de los estudios y las deficiencias de las comidas, que no eran de cuatro estrellas.
Hay dos acontecimientos que, aunque no influyeron demasiado en mi vida, sí me dejaron unos recuerdos más de tristeza que de otra cosa. Uno de ellos fue en el examen de latín de 2o en el seminario menor. El profesor de latín me llamó un rato antes de examinarme y me dijo que no me presentara, que si lo hacía me suspendería. Yo, a pesar del respeto-miedo y del sometimiento que era habitual con respecto a los superiores y profesores, le dije que había estudiado y que me iba a presentar. Así fue y tuve un examen muy lúcido. Terminando al examen se incorporó al tribunal el superior1 de alumnos mayores; en ese momento me preguntaba el profesor de latín sobre una poesía o verso sobre los lugares mayores o menores en latín. Al contestarle al profesor que sabía la regla pero no recordaba el verso, el superior, que no había estado en el examen, le dice «suspéndalo y a la calle». El profesor le contestó: «No, no. Ha estado muy bien. Puedes irte, estás aprobado». Desde entonces, mi simpatía por el superior se eclipsó.
El otro acontecimiento fue el siguiente. La economía familiar no daba para pagar mi estancia en el seminario. Llegó junio y adeudaba el tercer trimestre del curso. El mayordomo me dijo: «Si no pagas, no te examinas». Ese mismo día me llegó el dinero. Me presenté al examen y la primera pregunta fue: ¿Has pagado? Al contestarle afirmativamente, me examinaron y aprobé segundo curso de Humanidades. Fui un poco cobarde, pues pensé contestar que no y entonces sacar el dinero del bolsillo y negociar el examen.
Estos dos acontecimientos quedaron en el zurrón de los recuerdos, anegados por muchos otros felices. Hubo en mi tiempo un factor que tuvo que influir en nuestra formación y educación. En el seminario faltaban duchas, había ocho para ochenta. Nada de agua caliente. Faltaban WC en todas las plantas. Todas estas circunstancias nos capacitaron para vivir después en situaciones que no eran a veces de pobreza, sino de auténtica miseria.
En la distancia de los años, veo que nuestra formación adolecía de ausencias de elementos necesarios para tener una preparación adecuada y poder ser levadura, sal y dirigentes en una sociedad de hoy.
Nos ordenamos en la parroquia de San Pedro, de La Línea de la Concepción. Fue la promoción más numerosa. Nueve curas de una tacada.
Mi primer destino fue el que nadie quería: Santiago, de la Línea. La parroquia-iglesia, era un aula de un colegio nacional; otra aula dividida por tabiques en cuatro partes constituía el archivo parroquial; una cocina pintada de calamocha roja, el dormitorio del párroco y mi dormitorio. Los dormitorios tenían unos ventanales de algo así como dos metros de alto y metro y medio de ancho. Sin persianas. Teníamos que cubrir los cristales con hojas de periódico. No teníamos WC, usábamos el del colegio: y allí vivía el conserje con su mujer y su hija, que lo tenían como comedor y cocina. Cuando teníamos que usarlo nos preguntaban si íbamos a hacer «la mayor» o «la menor». Esta pregunta te quitaba las ganas de todo.
No teníamos duchas. Algo de esto ya lo había vivido en el seminario. Mi madre, la pobre, me decía que tenía cagadas de pulgas en la ropa. Era natural; me pasaba el día metido en barracas con los pobres y enfermos. Allí aprendí que lo más importante en una parroquia son los pobres. El segundo lugar en dedicación, la catequesis. Fueron tiempos duros.
A los dos años de coadjutor de Santiago, me destinaron a una nueva parroquia. ¡Aleluya! Digo «nueva» porque no había nada, sólo unos límites
y un nombre: «Corpus Christi». Había que empezar de cero. Un compañero me dejó una habitación en la que «llovía», de tantas goteras como había. Allí tenía mi dormitorio.
Mi entrada en la parroquia fue acompañada de una merienda con una familia de Las Bóvedas. Las Bóvedas era una pequeña barriada de familias muy pobres. Sus casas eran la mitad de una cuba o tonel, cortado longitudinalmente. Quise que mi entrada y presentación fuera por la zona más pobre de la parroquia; yo iba diciendo a la gente (como en la canción de Cantalapiedra2) que era el cura; y la gente se sonreía porque allí no había iglesia. A una de aquellas familias le dije: «Usted pone el café y yo pongo los dulces». Y así fue. Merendamos, nos reímos, y conocí a algún paisano que allí vivía.
Hacer parroquia. Ése era mi objetivo. Para ello comencé los domingos a decir misa entre los bloques de vivienda, otras veces en la entrada del campo de fútbol, delante de los urinarios de caballeros y señoras. Yo disfrutaba en aquellas misas. La gente rodeaba la mesa que me dejaba una vecina, y allí me revestía y decía la misa sintiendo tan cercano el calor de mi gente.
Me fijé en un garaje propiedad de la funeraria, anexo a un terreno muy amplio. Lo comuniqué al obispado e iniciamos los trámites para su compra. En el intervalo comencé a decir misa y a celebrar los cultos en el garaje. Yo me reía al ver cómo la gente entraba y se ponía la mano de pantalla para no ver el coche funerario. En una misa, una chica metió el tacón del zapato y sacó la tapadera del husillo, y andaba ella recogida llevando el tantán de la tapadera.
Pasados los años, en el terreno anexo, se inició la construcción de la nueva parroquia. Fueron años muy felices, había un gran número de jóvenes y la catequesis funcionaba muy bien.
Ya la policía comenzó a vigilarme y a querer enterarse de qué hablábamos en las reuniones y las encuestas tipo JOC3. Me acompañó el arcipreste a comisaría; y allí me pidieron los nombres y la dirección de los jóvenes de la parroquia. Al arcipreste le pareció muy bien la idea; a
mí me pareció completamente disparatada y me negué a ello. A esas alturas el celibato era una carga cada vez mayor. La entrega y generosidad con mi prójimo, compensaba las faltas al celibato.
El último destino fue La Palma, de Cádiz, asentada en el corazón del barrio de La Viña. Llegué a sentirme un viñero más; y yo era «El cura La Palma».
Si en la parroquia del Corpus no había encontrado nada hecho, en ésta todo estaba dicho y hecho. Conseguí de la archicofradía que me costeara todos los gastos de las catequesis y algún que otro bus para las excursiones. No había grupo de jóvenes ni había catequesis. Durante un año respeté lo que mi predecesor había hecho. Al cabo de ese tiempo comencé a moverme y centré mi atención en los enfermos, pobres, jóvenes y catequesis.
Comencé a estudiar en la facultad de Medicina la carrera de ATS. Fui delegado de curso y era un compañero más. Cuando estaba terminando la carrera siempre llevaba conmigo las jeringas esterilizadas en mis visitas a los enfermos. A veces yo les iniciaba el tratamiento. Me fue de gran utilidad.
Por entonces la policía nos vigilaba de cerca. Una mañana llegaron a la parroquia, venían con orden de registrar todas las dependencias y se opusieron por tres veces a que hiciera yo una llamada telefónica al obispado. Registraron, pues, la iglesia, mi casa y el despacho; y al final me llevaron a comisaría. Allí estuve desde las doce de la mañana hasta las ocho de la tarde. Estábamos en «sede vacante»: situación en que la diócesis de Cádiz no tenía obispo. Sólo sobre las cuatro de la tarde llegó el vicario a comisaría. Como saludo y como despedida me dijo: «¿Qué has hecho?». Todo el tiempo estuvo hablando con el comisario. No se despidió de mí. Me estuvieron preguntando y hacia las ocho de la tarde me dijeron que se han confundido conmigo, me pidieron perdón y me despidieron.
A raíz de este suceso, unos me llamaban comunista, otros dejaron la parroquia, tuve el teléfono pinchado, quisieron llevarme a Madrid al
tribunal de Orden Público, pasé miedo y perdí unos cuantos kilos. La policía social asistía a misa; y, con el tiempo, los que se fUeron, volvieron, la vida recuperó su ritmo, yo dejé de ser el comunista que decían, la policía volvió a faltar a misa; poco a poco, engordé un poquito.
Me enamoré de la que hoy es mi esposa y madre de mis hijos: dos niñas y un joven. La reacción de la gente no deja de ser curiosa. En el fondo desean quitarte la libertad y que hagas lo que ellos quieren. Descubres los que son amigos del cargo. Éstos dejan de saludarte y si te hablan es de tú, pero de un tú escupido. Los otros, los que son amigos de la persona, de José Tomás, siguieron siendo mis amigos. Para el clero y para otros muchos fui borrado del libro de los vivos, como tantos compañeros. Me marginaron y desde el margen seguí viviendo.
Antes de casarnos por lo civil le dije al obispo: «Si tengo que esperar un mes, un año..., espero». No pudo responderme. Fue por la mañana la boda civil; y por la tarde en casa tuvimos una celebración de la palabreó y nos declaramos marido y mujer. Testigos, mis amigos y algún compañero. Juan Cejudo nos acompañó con su guitarra.
En 1994, a los catorce años de dejar mi vida de cura, le plugo a Roma concederme la dispensa para casarme. Entonces reafirmamos nuestra declaración de amor, en la parroquia, con los permisos preceptivos, y fueron testigos Isabel María, Mónica Gracia y José Tomás, mis hijos.
El cura que sucedió a Salvador en el barrio en que vivíamos, me llamó y me dijo que no me quería en la parroquia, que me dedicara a los drogadictos y a hacerles campos de fútbol. Le di las gracias y dejé su reino, la parroquia.
Mi entrada en la vida ordinaria tuvo desde el principio dos puntos de referencia: mi familia y mi trabajo. Con otros padres fundé la A.P.A. del colegio de mi hija. Organicé actos y viajes culturales con los alumnos. Disfrutaba en las asambleas con la presencia de los padres y madres. Estuve de presidente dieciocho años. En ese tiempo fui invitado al capítulo provincial y general de las HHdel Amor de DiosS, trabajé para el colegio
y por los alumnos, y conseguimos ser modelo de A.P.A. en la congregación.
También, antes de la dispensa, siendo todavía Salvador el párroco, di catequesis de confirmación a un grupo de adultos y de adolescentes. El canciller, compañero de estudio, en un pontifical en la parroquia me negó la comunión. El cura del colegio no me permitió actuar hasta que me dieron la dispensa. Pobrecitos los que valoran más un frío papel que el calor de una vida de honradez y entrega a los demás.
Doy gracias a la revista «Tiempo de hablar- Tiempo de actuar». Para mí ha sido y es una corriente de frescor en tantos momentos en los que el calor de las amenazas y las prohibiciones suplantan al amor y la comprensión. También algunos libros de Leonardo Bof me han enriquecido y fortalecido.
Mi vida de trabajo en el hospital ha sido placentera. He pertenecido al consejo de gobierno, al grupo de empresa y siempre he estado muy presente en la defensa de los derechos de los trabajadores. Me dieron la plaza al mes de dejar la parroquia, en 1980, y me destinaron a la UCI. (Unidad de Cuidados Intensivos). Era consciente de la expectación que la presencia, como enfermero, del cura de La Palma despertaba.
Estuve cinco años en la UCI. Haber entrado sin saber nada y llegar a ser un buen enfermero me llenaba de satisfacción. En la UCI varios enfermos quisieron confesar conmigo. Sentí que más no podía darles: mis servicios como ATS y mis servicios como sacerdote. De la UCI pasé a Cardiología y Hemodinámica. En quince años haciendo ECG, ergometrías, poniendo marcapasos... he dejado un enorme grupo de amigos y conocidos.
A los setenta y tres años me han operado de lo habitual en los hombres: próstata, vejiga, etc. La familia, bendita creación, ha estado junto a mí. Mi mujer, mis hijas, mi hijo y tantos amigos. La familia de los creyentes, que por mí rezaban, cada día, la secuencia del Espíritu Santo. He dicho en multitud de sitios que doy gracias a Dios por la vocación, por haberme ordenado y por haberme casado.
(Notas)
1 Se llamaban superiores a los sacerdotes que tenían bajo su responsabilidad educativa una comunidad o grupo de seminaristas
2Ricardo Cantalapiedra, joven catautor de los años setenta, que hizo canciones de contenido humanista-religioso, muy del gusto de los jóvenes creyentes comprometidos, que se empezaron a cantar en las misas, como «La casa de mi amigo», «El peregrino», «Yo volveré a cantar», «Hombre de barro», etc.
3 Los militantes de la JOC en las campañas con otros jóvenes trabajadores, hacían sencillas encuestas (preguntas) sobre diversos aspectos de su vida, como las condiciones del trabajo, las diversiones, la amistad, etc. Con las respuestas se hacían debates, charlas, descubriendo su problemática; y se terminaba con alguna actividad, declaración o reivindicación. Ver Revisión de Vida en el Glosario.
4 Acto religioso presidido por un sacerdote o seglar, en que se leen algunos textos de la Biblia, se cantan salmos u otros cantos y se recita alguna oración sin celebración de la eucaristía.
5 Congregación religiosa fundada por Jerónimo Usera en un colegio en Toro (Zamora) en 1864. En la actualidad su actividad se centra en la enseñanza y la ayuda a los necesitados. Tienen colegios, guarderías, residencias, etc. por todo el mundo.