Curtido en la espiritualidad del Prado y en la escuela de vida de los movimientos especializados de Acción Católica, la pasión por la vida y por quienes en ella buscan o se encuentran marginados, es una de sus características. Ha tenido la suerte y la capacidad de contemplar cómo va evolucionando la forma de vivir en iglesia y la forma de ejercer las diferentes responsabilidades en las comunidades de creyentes en nuestro país y en otros. Contemplar todo esto y comprometerse para que sea realidad le ayudan a seguir soñando.
No es de extrañar que su visión y su compromiso nos puedan resultar altamente estimulantes y ejemplificadores de cómo un creyente puede vivir su fe e integrarse como levadura en la sociedad actual.
El 18 de abril de 1965 fui ordenado sacerdote en Comillas, en un clima de grandes esperanzas surgido del Concilio Vaticano II, que se clausuraría unos meses después, en diciembre. El domingo siguiente fue el «cantamisa», así se decía a la primera misa solemne con los familiares y amigos. El evangelio era de San Juan, cuando los discípulos después de la muerte de Jesús fueron a pescar pero no lograron nada (Jn. 21,114). Uno desde la playa les dijo: muchachos echad la red a la derecha y hallaréis... Y les invitó a comer unos pescados que tenía asados. Los discípulos, dice el Evangelio, tardaron en darse cuenta de que era Jesús. Así ha sido siempre el núcleo de mi fe. Nunca vi a Dios en el boato de la liturgia, en el incienso, en los capisayos episcopales o papales, o en los sonidos de los órganos triunfales; más bien me pareció que estaba en la vida normal del que trabaja, pasea, ríe o llora. Unas semanas después acudimos tres compañeros recién ordenados a la parroquia de Puente de San Miguel, junto a Torrelavega, a confesar a las familias de los niños de Primera Comunión. Cuando el párroco nos pasó un sobre a cada uno con un estipendio1, me sentí incómodo, como que recibía algo sucio, incompatible. Así fue mi estreno.
En septiembre marché con otros tres compañeros a hacer un año de prácticas-formación con los sacerdotes del Prado en Lyon, Francia. Allí viví una iglesia que vibraba por la vida y problemas de la gente en una sociedad que barruntaba el Mayo del 68, dos años más tarde. Después de trece años de seminario no teníamos claro qué tenía que hacer un cura, excepto lo que habíamos visto en las parroquias: sacramentos, culto, prácticas piadosas y catequesis, rosarios.; cosas que no me decían nada. Por eso fui a Lyon.
Estando en octubre de 2003 en la pequeña ciudad de Saint-Omer, noroeste de Francia, en el guardianato (comité) del movimiento internacional de los Compañeros de San Francisco debatimos si participar el domingo con la comunidad local en la misa mayor de la catedral o celebrarla nosotros en el lugar de la reunión. Decidimos finalmente lo segundo como clausura de nuestra convivencia. Estábamos dos curas casados y una mujer sacerdote anglicana. Me encomendaron preparar y presidir la celebración. Leímos las lecturas de la última cena2, en francés e inglés, los veintitantos que éramos, sentados en círculo en
la sala de trabajo. Antes de la celebración un compañero holandés me pidió oírle en confesión. Era la segunda vez que me sucedió después de secularizarme.
Muchos grupos de movimientos cristianos, catequistas o comunidades, celebran normalmente la eucaristía sentados alrededor de una mesa, en la que el cura, como uno más, preside la eucaristía y recita las plegarias con los demás. Todos tienen un espacio para comentar las lecturas, decir oraciones, espontáneas o preparadas. Estos últimos años incluso es un hombre o mujer, a falta o no de sacerdote, quien coordina la celebración en el sentido de que todos asistentes están en calidad de iguales sin que nadie considere que su papel está por encima de los demás como representante de Jesús.
En 1992 los Compañeros de San Francisco tuvimos la peregrinación o ruta anual en Suecia. El último día llegamos los ocho grupos peregrinantes a la catedral de Linkoping para la eucaristía de clausura. Fue presidida por el obispo luterano de la ciudad con varios concelebrantes, pastores y sacerdotes anglicanos y católicos.
Al salir de una reunión de Comunidades Cristianas Populares, en las que participo desde 1975, una joven que había pasado dos años de prueba en una congregación religiosa, me expone su situación para discernir su vocación fuera de la congregación.
En la clausura del 29 Congreso de Teología de septiembre de 2009, que organiza todos los años la Asociación de Teólogos Juan XXIII en Madrid con asistencia de casi un millar de cristianos, el MOCEOP se responsabilizó de la eucaristía final. El altar, una mesa en el escenario, con la cruz, las ofrendas, un cirio, el pan y el vino. Todos alrededor, sin ninguna distinción, ordenados y laicos, casados y célibes, hombres y mujeres. Hubo una serie de lecturas, cantos, peticiones, oraciones, silencios, gestos e incluso danzas para expresar la alegría, el dolor, el perdón, la fe y la paz; recitamos juntos el credo, el pasaje de la última cena y el Padrenuestro. Después de la comunión terminamos con un canto de acción de gracias. Se recogió en la colecta casi diez mil euros para varios proyectos solidarios. Fue una celebración gozosa de hermanos
en la fe. Todos fuimos celebrantes desde la igualdad; y ninguno lo fue en particular.
Estas son diversas experiencias vividas, en las que la función del cura-clérigo, célibe y para toda la vida, «elegido», como protagonista de la eucaristía, está evolucionando hacia que sea la comunidad creyente la que celebra y es la protagonista.
Entré a trabajar en 1976 en el Banco Vizcaya, luego BBVA, como ordenanza. No tuve especiales aspiraciones profesionales. Me planteé el trabajo como medio de vida para disponer de tiempo libre y desarrollar mi vocación. Tener jornada laboral continua me permitió toda mi vida disfrutar de la tarde libre para dedicarla a mis compromisos en la sociedad y en la iglesia. Los compañeros de trabajo siempre supieron que era cura. En aquella época todavía la secularización de los curas no era tan normal como ahora. Eran los años de la transición, había una gran inquietud social por alcanzar las libertades y la democracia. Se abría una gran esperanza ante una nueva etapa en la que ya se alcanzaban las libertades, después de largos años de dictadura y de luchas. Fueron los años de las primeras votaciones democráticas para los referendums de la Ley de la Reforma Política3 y, más tarde, de la Constitución en 1978, las primeras elecciones generales (1977) y las Municipales (1979). Se legalizaron los partidos políticos y sindicatos que durante tantos años habían sido ilegales. Se firmaron los Pactos de la Moncloa,4 etc. Toda una carrera contra-reloj de cambios y trasformaciones sociales en menos de cuatro años 1975-1979.
Sin embargo en la iglesia, aunque estaba aún muy vivo el Concilio Vaticano II, se extendía una desesperanza en el clero joven y en el laicado por la resistencia a llevar a cabo las reformas profundas que se habían aprobado. Los sectores más conservadores fueron imponiéndose al papa Pablo VI. Con su muerte en 1978 y la elección de Juan Pablo II, la fuerza del Concilio fue apagada lentamente por las altas jerarquías. Se produce en la década de los setenta la secularización del 20% del clero. Pero ya había prendido lo que luego se llamaría Iglesia de Base donde se integran parte de los secularizados.
Yo me secularicé en 1974. Di prioridad a mi vocación en compromisos
sociales, integrado en la comunidad cristiana que existía en la parroquia de Santo Toribio del barrio Delicias de Valladolid. Más tarde, en 1980, me adhiero al MOCEOP y me invitan a asistir a los encuentros de curas obreros.
Junto con antiguos militantes de JOC, HOAC y otros movimientos cristianos refundamos el sindicato USO en Valladolid y en mi centro de trabajo. Pronto hubo unas escisiones, unos hacia UGT y otros nos pasamos a CCOO. Fui elegido miembro del comité de empresa y pertenecí algunos años al comité provincial de banca.
La actividad sindical fue dura y compleja por los conflictos puntuales o los debidos a negociaciones de convenios, huelgas, paros, presiones de los partidos de izquierda, corporativismo del propio sector privilegiado de banca, a veces insolidario con el resto de la clase trabajadora. Mi posición fue siempre escuchar, dialogar y pasar información a los trabajadores. En los paros y huelgas siempre intenté que se tomasen decisiones colectivas en asambleas y en las reivindicaciones personales no sustituir sino acompañar y defender al trabajador afectado. No soportaba las descalificaciones entre sindicatos; en aquella época de estreno de la democracia era muy frecuente para ganarse votos acusarse los sindicatos unos a otros sindicatos de traidores. La descalificación entre sindicatos de clase, decía yo, es descalificar a todos y al movimiento obrero. Distribuí siempre todo tipo de información obrera que llegase a mis manos de cualquier sindicato, critiqué dentro de mi sindicato la lucha por el poder, dimití del comité provincial cuando se decidió lo contrario al resultado de una consulta hecha a los trabajadores sobre los horarios de trabajo. Para mí los trabajadores, sus opiniones y decisiones, estaban por encima de los planes del sindicato, que debía ser un instrumento de la clase obrera y no al contrario.
Ser delegado sindical me facilitó entrar en contacto personal con muchos compañeros cuando visitaba los distintos centros de trabajo, abrir mentes a la responsabilidad social y a tomar compromisos como trabajadores y despertar valores de solidaridad. Los compañeros creyentes solían ser menos participativos y más centrados en su familia y práctica religiosa. Un compañero del OPUS se extrañaba cuando le insistía que nuestro nivel de vida europeo era en parte a costa de la pobreza del tercer mundo, cosa que él no entendía. Un empeño que tuve
siempre fue inculcar que éramos uno de los sectores laborales más privilegiados y que los sindicatos debían volcarse más en los trabajadores en peor situación.
En una reunión nacional de delegados sindicales de banca en 1992 hubo intervenciones curiosas como: «El sindicalista tiene que ser el primero en vigilar que se cumpla la legislación laboral, pero también ser buen profesional y no escaquearse del trabajo, de lo contrario desprestigia al sindicato y a la clase trabajadora». «El sindicalista no debe hacer horas extras, estaría contradiciendo los fines del sindicato de tener trabajo y tiempo libre para todos». «Hay que ser sindicalista las veinticuatro horas del día, no sólo en el trabajo. A la mujer no podemos explotarla en la familia». «Aprovecharnos como delegados de nuestra relación con los jefes para conseguir mejores puestos o ascensos en el trabajo es traicionar a los compañeros»... Y así otras intervenciones. La mayoría, no todas, de sus autores estaban en movimientos o grupos cristianos. Sindicalistas así son los que prestigian a los sindicatos. Pero una vez que se legalizaron empezaban a arrimarse aprovechados para escaquearse del trabajo.
«Cómo nos vais a convencer los curas cuando estáis bautizando y en las bodas casáis a cualquiera, sin conocerles, sin saber si son creyentes, sin saber nada de su vida; da la impresión que no creéis de verdad lo que hacéis. Luego no les permitís separarse ni divorciarse. Os tomáis a la ligera lo que predicáis, por eso quienes tienen un mínimo de sentido común no os toman en serio». Son palabras de uno de los compañeros más sensatos que tenía y que estaba siempre dispuesto a colaborar.
Otro compromiso fue promover COSARESE5. Los años 1977 y 1982 los obispos firmaron un acuerdo con la Seguridad Social para integrar a los curas, religiosos y religiosas con la particularidad de que los ya jubilados o próximos a la jubilación cobrarían la pensión siempre que cotizasen con carácter retroactivo las cuotas mínimas requeridas. Se cometió la injusticia de excluir a los secularizados, al contrario de lo sucedido en Francia en esos mismos años. Desde 1983 nos organizamos los secularizados para reivindicar a la administración y los obispos el mismo trato. Tras muchos años de trabajos hemos logrado algunas facilidades por parte de la administración. La iglesia ha tardado más de veinte años hacer alguna aportación mínima, cuando ya muchos han desaparecido.
Me pareció una falta gravísima de justicia que los obispos dejasen en la estacada, sin pensiones, a curas mayores secularizados y sobre todo religiosas secularizadas sin posibilidad de trabajar ni de cotizar el mínimo de años después de haber entregado la mayor parte de su vida a la iglesia.
En los años 80 y 90 participé en la asociación de vecinos. En nuestro barrio de Delicias, con 50000 habitantes y una población muy joven, en aquellos años apenas había servicios, ni centros de salud, faltaban colegios, zonas verdes, locales para la juventud, campos de deporte, había calles sin asfaltar o sin luz... Los jubilados, con pensiones menos que mínimas, estaban a la solana de algunas calles en invierno. Los partidos, sindicatos o ayuntamiento no se preocupaban de ellos, pues el voto de los mayores no contaba mucho, eran relativamente pocos. Uno de los curas obreros de la parroquia, Carlos Fernández Cid, inició una comisión a favor del «Hogar del Jubilado», en la Asociación de Vecinos, a la que nos adherimos varios miembros de la comunidad cristiana para conseguir el Hogar para Jubilados. Involucramos a las instituciones del barrio y de fuera, como parroquias, colegios, casas de religiosos, Escuela de Asistentes Sociales, emisoras de la ciudad y otros. Los jubilados eran los más pobres del barrio por sus bajas o nulas pensiones.
Con otros padres, mi mujer y yo pusimos en marcha la asociación de padres de la guardería municipal y obligamos a que el horario estuviese coherente con los horarios laborales. En el colegio de primaria y luego en el instituto de secundaria donde acudieron nuestros hijos creamos actividades culturales como teatro, biblioteca, pintura, cerámica, para alumnos y padres, y seminarios sobre educación, escuelas de padres, sexualidad, drogas, etc. Una constante fue siempre hacer asambleas, informar y repartir responsabilidades a los padres de todos los grupos de actividades de la APA con el fin de crear una comunidad escolar con los maestros y profesores.
El responsable de la JOC en Castilla y León en 1965, un joven trabajador, José María Pindado, visitaba periódicamente los grupos de la región y a los consiliarios. Yo, como consiliario regional, hacía equipo
con él. Yo era entonces coadjutor en una parroquia de Medina del Campo. Aprendí de él la labor del consiliario y a poner en práctica lo vivido en el año de formación con el Prado en Francia: hacer la revisión de vida y actualizar al Jesús del Evangelio en la vida concreta y en las personas de cada día. Hicimos juntos muchas revisiones de vida sobre lo que vivíamos con los jóvenes trabajadores de la región y descubríamos la presencia de Jesús en sus vidas. Así lo hacía él también con otros consiliarios. José María parecía el animador de los curas; nos ayudaba a ser curas él, un laico. Tenía la visión clara de cómo descubrir la fe y la esperanza en el meollo de la vida. Nosotros, los curas éramos especialistas en hacer sermones, catequizar, decir misa y actos de culto, cosas que Jesús de Nazaret no hacía.
Este hecho me llevó con el tiempo a plantear las posibilidades de los laicos, la desaparición de fronteras entre laicos y clérigos, a cuestionar el poder de los clérigos en la iglesia y la identidad del sacerdote. Consideré siempre que ser consiliario de la JOC era mi labor principal, junto con los responsables, con los jóvenes y con otros consiliarios. Las pocas veces que en la parroquia administré los sacramentos del bautismo o matrimonio me sentía generalmente muy a disgusto porque los administraba a personas que por lo general o no eran conocidas en la parroquia o sabía positivamente que no les importaba la fe. Pero así se hacía y se sigue haciendo hoy, cuarenta años después. Buscaba yo otro tipo de iglesia-comunidad, de menos culto y más levadura en la masa de los hombres y mujeres que trasforman la sociedad y la vida. Jesús no tenía templo, ni parroquia, ni feligreses, ni actos litúrgicos; pero realizaba el proyecto de Dios parloteando con la gente en la calle o en el trabajo con los pescadores, con los enfermos, en los caminos y en las casas. En este contexto sucedió el proceso de encontrarme en la JOC con Esperanza, sintonizando nuestras vidas en muchas cosas en común, aspiraciones, proyectos; y decidimos vivir juntos. Seguimos haciendo las mismas cosas.
Actualmente, después de tantos años, existen más que nunca comunidades de creyentes en todas partes, más fraternales, comprometidas con los sectores más pobres o en ambientes descristianizados. En estas comunidades conviven laicos, sacerdotes, casados y célibes, religiosos y religiosas. Comunidades cristianas autónomas y muy variadas, a veces incorporadas a parroquias y
organismos diocesanos; otras veces, no. Han surgido Comunidades Cristianas Populares, Comunidades Eclesiales de América Latina, Somos Iglesia, Redes Cristianas, Mujeres y Teología, Movimiento Apostólico Seglar, Kristau Sarea, Iglesia de Base de Madrid, Esglesia plural, Comunidades Cristianas Lasalianas, Dones Creientes, Homosexuales Cristianos... y una larga lista de grupos que se coordinan en congresos, foros y encuentros locales, regionales, nacionales e internacionales. Están presentes en las organizaciones sociales que luchan por la justicia, la paz, la igualdad, la ecología, etc.
La cúpula de la jerarquía española y la mayoría de los obispos nos marginan. Quieren ser un «aparte» y controlar desde arriba el rumbo de la sociedad, aunque hay excepciones, pocas, de obispos, vicarios, que son realmente unos vecinos más de la gente.
En el movimiento de curas casados, MOCEOP, decidimos apoyar de lleno y colaborar con estos grupos, antes mencionados, de comunidades cristianas. Empezamos entre nosotros planteando el celibato opcional en el sacerdote y la ordenación de casados, pero la misma dinámica de vida de las comunidades cristianas y el contacto con teólogos, religiosas y laicos nos descubrieron que hay cosas más importantes que el celibato, como es la discriminación de la mujer y del laico dentro y fuera de la iglesia, la ordenación de mujeres en igualdad con los varones, la posibilidad de desempeñar el sacerdocio por un tiempo, no como una profesión para siempre, e incluso presidir la eucaristía personas no ordenadas cuando no hay sacerdotes o si la madurez de la comunidad así lo demanda. Los curas casados de todo el mundo tenemos encuentros internacionales; con la ayuda de personas expertas en teología, y a veces con el apoyo discreto de obispos; apoyamos una iglesia que sea comunidad de iguales, de creyentes sin jerarquías sagradas, que creará los servicios que necesite (catequistas, intérpretes de la Biblia, responsables de la economía, teólogos, presidentes de las celebraciones, etc.) Es lo que se llama los diversos ministerios. Ahora el cura, persona sagrada, acapara todas las responsabilidades y no tiene que dar cuenta a los creyentes de su servicio, sólo al obispo.
El año 200l bajo el lema de «Caminado con los hombres y mujeres de hoy» estuve en Estrasburgo (Francia) en un encuentro internacional de curas obreros. Asistimos cuatrocientos. Un 20% eran laicos de las
comunidades de los curas. Estuvimos una decena de españoles. Había curas obreros anglicanos, hombres y mujeres, pastores obreros protestantes hombres y mujeres y, entre los católicos, curas casados. Estuvieron presentes cuatro obispos los tres días. En la concelebración final presidida por un obispo no se hizo discriminación de confesiones cristianas, ni de género, ni de estado civil. Todos participamos en la misma comunión y celebración. En Francia, los curas obreros están integrados en el organigrama de la Conferencia Episcopal Francesa. En España no les quieren ver.
Estoy actualmente perplejo del monolitismo de las más altas jerarquías de la iglesia española, de su pensamiento tan conservador, que ignora y desconfía de todas tendencias cristianas que no comulguen con su fundamentalismo, como sucede con los curas casados, los curas obreros, otras confesiones cristianas; no sintonizan con el mundo de la marginación a no ser desde el paternalismo, lo mismo con el mundo intelectual; están centrados en la ortodoxia, en la moral y en los privilegios económicos, las clases de religión obligatoria en la enseñanza, la financiación por parte del Estado. Cuando hablan es para condenar o marcar caminos obligatorios de vida.
Me encuentro en sintonía con otras jerarquías más centradas en la vida de los marginados y los problemas de la gente, en suscitar los valores humanos en la sociedad, en despertar y alimentar la fe y el seguimiento de Jesús y acoger a cualquier persona en búsqueda sea cual sea su situación personal, divorciada, separada u homosexual. Así ha habido y quedan todavía obispos como Oscar Romero, Proaño, Casaldáliga, Nicolás Castellanos, Javier Osés, Cardenal Martini, etc. Una parte de los episcopados europeos hacen del Evangelio una invitación para vivir los hombres y mujeres de hoy una vida digna acompañando a la sociedad desde abajo, desde la igualdad.
El Obispo Ancel, superior del Prado influyó en mí de una manera especial. Tuve la suerte de traerle dos veces a finales de los años sesenta a Valladolid para hablar con los curas y militantes de JOC y HOAC. Él me trasmitió la esperanza de Jesús, la fuerza silenciosa y paciente de la semilla y la levadura. La iglesia debe ser levadura, aunque nunca trasformará toda la masa en este mundo. El Reino de Dios no viene
desde el poder o el pináculo del templo. Nos ponía el ejemplo de Lenín: «Tenéis que leer los curas a Lenín y sus estrategias para el partido comunista. Según Lenín, nos decía, siempre se puede hacer algo por la revolución; hay que discernir qué paso puede darse en cada momento y en qué dirección; no un paso cualquiera, a veces es detenerse o un paso atrás para luego avanzar mejor. Así debéis hacer vosotros en vuestras relaciones con las personas y los grupos: qué pasos tenéis que dar en cada actividad, en cada reunión, en cada contacto personal para descubrir el rostro de Dios al interlocutor».
He recibido el apoyo de cargos diocesanos, como vicarios episcopales, pero siempre en conversaciones privadas, animándome a seguir en la línea del celibato opcional, de comunidades cristianas de base, curas obreros, etc. «Éste es el futuro de la iglesia, continuad por ahí. Yo desde aquí no puedo apoyaros públicamente», me insistía José Velicia, vicario episcopal, el promotor de las Edades del Hombre6, a quien visitaba de vez en cuando y que siempre me atendió con preferencia, y le pasaba nuestros documentos. Otro vicario episcopal de la diócesis me mostró siempre gran interés en charlar conmigo y estaba de acuerdo con una iglesia plural: «Vosotros estáis al día en Teología y en la Escritura y tenéis entusiasmo por la evangelización en el mundo actual. Ya quisiera yo que los curas tuviesen la esperanza y madurez vuestra». Se refería él a mis ambientes de comunidades cristianas, de curas casados y curas obreros en que me muevo desde siempre. Y esto me ha sucedido en las dos últimas décadas.
Hoy.
Don Ciríaco Benavente, obispo responsable de Justicia y Paz, dijo en 2008 en la celebración del XXV Aniversario de la constitución de la comisión de Justicia y Paz en Valladolid: «Si queréis ser testigos del Evangelio dentro de la misión que tiene Justicia y Paz entre los no creyentes y alejados, tenéis que tener un pie fuera y otro dentro de la iglesia. Si tenéis los dos dentro nadie de fuera os escuchará. Si tenéis los dos pies fuera no representáis a la iglesia». En esta ambigüedad me he sentido siempre con relación al rumbo de la iglesia. En MOCEOP decimos que estamos en la frontera y en Curas Obreros se ha dicho también que debemos estar lejos del centro, en los márgenes de la sociedad y de la iglesia, que es donde están los pobres, los excluidos, los no creyentes.
En Justicia y Paz el obispado me vetó hace seis años ser presidente en Valladolid, sin darme razones. Nuestro proyecto actual es dar voz a los excluidos de todo tipo: inmigrantes, ex-presos, in-domiciliados, adictos a la droga y a las víctimas género, prostitutas, homosexuales... Proporcionamos foros y tribunas desde donde puedan hablar y ser escuchados. Todo el mundo habla de ellos: ongs, sociólogos, trabajadores sociales, administraciones, etc. y casi nadie les escucha ni les cede el micrófono.
Todos los jueves me reúno en AVAATE, asociación que defiende la salud pública de la nueva contaminación electromagnética provocada por las antenas, móviles, wifi, teléfonos inalámbricos, etc., cuyas ondas penetran en el interior de nuestro cuerpo. Contaminación oculta que contribuye altamente al desarrollo de muchas enfermedades y a la aparición de otras nuevas. Grandes intereses económicos hay detrás, que pasan por encima de la dignidad humana; es la dictadura de la actual economía de mercado, el dios sobre todas las cosas. Un biólogo, un empresario, un abogado, una experta en riesgos laborales y otros cuatro trabajadores somos el comité de esta asociación. Todos somos afectados por las ondas. Contactamos con asociaciones y personas de todo el mundo. Somos un grupo de trabajo que luchamos como David contra Goliat, a favor del derecho a la salud y respeto a la vida y al mismo tiempo lo hacemos en el calor de la amistad. Creemos que es nuestro deber. A través de esto formamos parte del tejido asociativo de la ciudad.
Colaboro con Fundación Triángulo de Valladolid, donde se reúnen homosexuales de Valladolid, que buscan ayudar a «salir del armario» a otros y participan en el movimiento asociativo de la ciudad. Encuentro cristianos homosexuales resentidos con la iglesia. Estamos comprometidos mi mujer y yo, con otros padres, a crear un espacio de orientación y comunicación con padres de homosexuales. Nuestra hija Raquel es lesbiana militante, que siempre formó parte de organizaciones estudiantiles y en voluntariados sociales, lo mismo que nuestro hijo David. Ambos pasaron por la JEC.
Mi sueño es el evangelio de Jesús de Nazaret, que es la pasión por una vida más humana tocando a Dios. Aprendí a soñar en la JOC y en el Prado. En los movimientos y organizaciones cristianas citadas más arriba
me ayudan a mantenerme despierto en este sueño. En los movimientos y organizaciones sociales, económicas y políticas es el lugar donde hay que batirse para crear una sociedad más humana que es el proyecto de Dios, expresado en el sentido común y en el evangelio.
(Notas)
1 Tasa pecuniaria (cierta cantidad de dinero) fijada por la autoridad eclesiástica, que dan los fieles al sacerdote para que aplique la misa por una determinada intención; también por otros servicios religiosos.
2 La cena de Pascua, en la que Jesús se despide de los discípulos antes de morir y en la que instituye la eucaristía. (Mc, 14, 22-25).
3 Pue el instrumento jurídico que permitió articular la Transición del régimen dictatorial del General Pranco a un sistema constitucional democrático. Esta Ley se aprobó en el referéndum el 15 de diciembre de 1976.
4 Acuerdos firmados en el Palacio de la Moncloa (octubre de 1977) por el Gobierno de la legislatura constituyente, presidido por Adolfo Suárez, con los principales partidos políticos con representación parlamentaria, las asociaciones empresariales y Comisiones Obreras, para procurar la transición al sistema democrático y adoptar una política económica que contuviera la galopante inflación existente.
5 Colectivo de Sacerdotes, Religiosos y Religiosas Secularizadas.
6 Pundación de carácter religioso, que tiene como meta la difusión y promoción del arte sacro de Castilla y León. Desde 1988 ha venido organizando con gran éxito 18 exposiciones de arte religioso en las Catedrales de la región y fuera de España, en Nueva York y Bélgica.
Aragonés de mirada sencilla y corazón a flor de piel. Con un amplio recorrido por los movimientos especializados de Acción Católica: Júnior, JOC... Embebido en la espiritualidad de El Prado y dedicado a la formación y acompañamiento de militantes como consiliario y amigo. Cura obrero.
Tras la decisión de contraer matrimonio, ha seguido compartiendo con su esposa Mari Carmen esta experiencia, desde la paciencia y sin prisas -como buen acompañante- intentando crear grupos-comunidades de militantes, donde las personas van aprendiendo a quererse, a comprometerse y a vivir y celebrar la fe.
Mi obispo, D. Javier Osés, (que en paz descansa) y de todos los oscenses, al que muchos quisimos y que nos correspondió con todas sus fuerzas, decía en una ocasión, hace bastantes años con ese aire socarrón y evangélico que le caracterizaba (además de bueno y santo era profeta): «Hay algunas personas y grupos en nuestra iglesia que se empeñan en utilizar el «carrico» de la basura para recoger lo que la Iglesia del Vaticano II quiso dejar abandonado para siempre, en un intento de reciclaje que no tiene ningún futuro. «Nadie corta un manto nuevo para echarle una pieza a un manto viejo; de lo contrario, el nuevo quedará cortado y al viejo la pieza no le irá bien» (Luc. 5, 3). ¡Cuánto te echamos de menos, Javier!
Camino hacia los 68 años. Estoy «jubilado laboral» desde hace dos años y medio. Todavía recuerdo la entrañable despedida que me hicieron los compañeros.
Fui al seminario a los doce años. Salí de él a los veintitrés con muy escaso bagaje teológico y sin ninguna preparación pastoral. Las salidas del seminario estaban vetadas. Sólo una al año, en Semana Santa, para ayudar en los distintos conventos y parroquias de la ciudad.
Ésa era mi preparación; pero arrancaba con un corazón ilusionado y unos ojos muy abiertos para empezar un reciclaje profesional del que estaba ansioso, como muchos de mis compañeros de aquel entonces. Eran los tiempos del Concilio.
Comienzo mi andadura de coadjutor en un pueblo rural de tres mil habitantes. Sin conocerme, me reciben muy bien; y esto me emociona y me motiva. Con cierto frenesí comienzo a trabajar preferentemente con los niños y jóvenes, a los que no dejaré hasta la marcha del pueblo. Conecto con la JAR y los jóvenes conectan con ella: reuniones, actividades, juegos, excursiones, largas conversaciones, celebraciones... Fue un año muy intenso. Todavía conservo muchas amistades de aquel año y han pasado más de cuarenta años.
A continuación, dos años en equipo con otro cura de mi curso en una zona pobre y abandonada de la montaña pre-pirenaica. Atendíamos catorce pueblos y seis aldeas: en total, seiscientos feligreses. Más de cincuenta kilómetros del primero al último pueblo por caminos de tierra, pues todavía no había llegado el asfalto. íbamos en moto, andando; de todo tocaba. Frío, agua, barro, nieves...; pero a todo llegábamos; nos parecía una bonita aventura, disfrutando de lo lindo con el paisaje, con los adultos, los jóvenes y los niños. Nos considerábamos unos privilegiados frente a la dureza de vida de las gentes del lugar. Otro pasito más para aprender a querer a la gente tal cual es y tal cual vive.
Dos años después, voy a Madrid, invitado por Antonio Bravo, a hacer el primer año del Prado en España. Convivimos en el barrio El Lucero, ocho personas: seis curas y dos seminaristas. Entro a trabajar como cura obrero en un almacén de un laboratorio de productos farmacéuticos. También soy muy bien recibido por los compañeros, que desde el primer día saben que soy cura. Recuerdo que me preguntaban si era cura de los que decían misa. En los ocho meses que duró la experiencia, nos hicieron fijos al seminarista que trabajaba conmigo y a mí. Además de compartir una relación muy buena con todos los trabajadores, conseguimos iniciar un pequeño grupo de jóvenes, con los que tuvimos algunas reuniones y celebraciones.
En aquel bendito año del Prado en Madrid, además, y principalmente, de ahondar en el estudio del Evangelio personal y comunitariamente, conocí al P. Llanos, al Obispo Ancel, a Goyi (responsable de la JOC) y a tantos otros que me dejaron una gran referencia.
Al finalizar el año del Prado me mandan de educador al seminario de Huesca. Y al mismo tiempo me reciben los jóvenes de la JOC para que sea su consiliario.
Compaginé ser educador en el seminario con un buen equipo de curas con la JOC, a la que ya no dejaré hasta cumplir los sesenta años. También unos años después, desde la JOC, ayudamos a la iniciación del Júnior en la provincia y en todo Aragón. Una experiencia muy bonita, llegando a estar dos años en todas las diócesis de la región y a juntarnos veinticinco
consiliarios, entre los que se encontraban Alfonso Millán, actual obispo de la diócesis de Barbastro-Monzón.
De este resumen de esos años constato una experiencia para mí, vigente todavía. A la juventud se la critica, se la generaliza y, relativamente, se le dedican personas adultas y medios. Pero ni esas personas, ni esos medios, salvo contadas excepciones, se ponen al servicio de la educación y evangelización, por lo menos como lo entendemos los seguidores de Cardijn; es decir: «acompañando con paciencia y tiempo, intentando crear grupos-comunidades de militantes, donde la gente aprenda a quererse, a comprometerse, a vivir y celebrar la fe».
Al llegar aquí, mi gratitud eterna a Don Javier Osés (obispo amigo durante treinta años, tanto en mi vida de célibe como de casado). ¡Cómo quería a la gente, cómo se desvivía por todos y por todas, especialmente por los más pobres y necesitados! Y cómo quería a los de la JOC, a los del Júnior... Si lo llamábamos, allí estaba, compartiendo horas y bocadillo; si no lo llamábamos en un tiempo, lo hacía él para interesarse.
Recuerdo que, cuando me juntaba con los compañeros consiliarios y militantes de otras regiones de España, no conseguía entender bien que pudieran tener problemas con sus obispos.
Durante quince años vivo con un compañero, Santiago, cura obrero dedicado a la enseñanza y consiliario de la HOAC, en un barrio de Huesca; y allí, colaboramos con la primera asociación de vecinos que se crea en Huesca. Sin ninguna pretensión, sí que puedo decir como aquellos primeros cristianos de los Hechos1 que «todo lo teníamos en común», preocupaciones, vivienda, rezos y la casa siempre abierta.
Con Santiago iniciamos un grupo de Comunidades Cristianas Populares. De esto hace casi cuarenta años; y todavía nos seguimos reuniendo asiduamente unas veinte personas, manteniendo una profunda amistad y celebrando la fe periódicamente.
A principios de los 80 me toca asumir la responsabilidad de consiliario regional del Júnior para Aragón-Rioja. Comparto, durante dos años, esa responsabilidad con Mari Carmen, elegida presidenta. Y, en esta tarea, surge la afectividad, el encuentro profUndo, el enamoramiento. En 1986, nos casamos en una celebración (no oficial) en Comunidades Cristianas Populares y después, civilmente, en Zaragoza.
Cuando un tiempo después le comuniqué a mi obispo Javier la decisión de casarme, él lo siente; pero me acoge como un padre. Me dice que lo que más le preocupa, en mi caso y en otros parecidos, son las leyes canónicas, que no permiten a personas creyentes poder celebrar el sacramento hasta que no pidan la secularización. Me anima a seguir trabajando con los jóvenes de la JOC y del Júnior y a seguir apostando por los cambios eclesiales que hacen falta. Sabemos de muy buena tinta que llevó al Papa Juan Pablo II la necesidad de éstos y otros cambios parecidos, que él veía que necesitaba la iglesia.
El proceso de cambio de cura célibe a cura casado no es nada fácil y, al menos en mi caso, fue duro, doloroso y eso que siempre me encontré arropado y comprendido por mi familia, por la familia de Mari Carmen, por los amigos, por los militantes y por los compañeros de trabajo. En el hospital donde trabajábamos los dos, mi esposa y yo, cuando nos casamos, los compañeros nos hicieron un regalo. Entre la clase obrera no hay ni uno que no entienda que los curas puedan casarse si quieren. Mi mujer es más decidida y mejor que yo en muchos aspectos; sin ella, siempre al lado, el paso hubiera sido imposible. Compartimos la fe y el compromiso y eso ayuda mucho.
A los pocos años de casarnos civilmente, decidimos por nuestra conciencia y nuestro obispo, pedir la secularización. Le dimos una alegría a Don Javier, que se encargó de hacer todos los trámites y en un par de meses nos llegó la secularización. Nunca sabremos qué informes habría mandado para que nos llegara tan rápido. Recibimos el sacramento del matrimonio en una ceremonia sencilla y con los amigos presentes...
Nosotros decimos que no nos cabe marcha atrás, pues nos hemos casado varias veces y siempre con testigos cualificados.
Cuando doy ese paso le pido al Padre que me ayude a madurar mi fe en esta nueva etapa y que me mantenga los deseos de siempre de trabajar por la justicia, por el mundo obrero y de asumir y encontrar mi puesto en la iglesia.
Contacto con el MOCEOP a través de Julio Pérez Pinillos, con el que había compartido la JOC. Al principio, mi mujer y yo trabajamos mucho para conseguir un grupo en Aragón, íbamos a las reuniones nacionales, hablamos con obispos, entrevistas en revistas, radio; ahora seguimos en contacto, pero nuestro compromiso está más limitado en este aspecto.
Me afilié a CCOO, pues aunque siempre había colaborado con los sindicatos a través de los movimientos2, no pertenecía a ninguno. Lo hago más bien para ayudar, sin mucho convencimiento por la línea actual que llevan, ya que, con excepciones, se parecen más a una organización de servicios que a un sindicato de clase.
Sigo acompañando a la JOC y, durante un tiempo, al Júnior. Cuando a los 60 años dejo la JOC (no me encontraba con fuerzas para esa tarea), con mi mujer y varios amigos nos involucramos en Cáritas, en iniciar un programa de Comercio Justo, que gracias a Dios y a los voluntarios que hemos ido encontrando, ha dado un resultado muy positivo y una clientela muy asidua y concienciada.
Desde Comunidades Cristianas Populares, tres miembros amigos, comenzamos una coordinadora interreligiosa visitando a todos los grupos religiosos de otras confesiones no católicas que había en Huesca. Al principio conseguimos juntarnos hasta seis confesiones distintas. Ahora estamos menos, pero seguimos. Y, desde el principio hasta ahora (va para siete años), en enero, tenemos una celebración conjunta por la unidad y la paz, con recogida de dinero para un proyecto en el Tercer Mundo.
He seguido releyendo, no tanto como quisiera, a teólogos como Femando Urbina, José María Castillo, González Ruiz, Julio Lois, González Faus, J. Espeja, y, ahora, a Pagola, Torres Queiruga, Santiago Guijarro, Carlos Mesters... Y especialmente publicaciones del movimiento bíblico actual, a través de la editorial Verbo Divino y la Casa de la Biblia. En estos últimos cinco años he tenido la gran suerte de asistir a los cursos de verano que se celebran en Dueñas (Palencia) sobre los orígenes del cristianismo, dados por tres extraordinarios biblistas: Rafael Aguirre, Carlos Gil y Carmen Bernabé.
De cura célibe, yo había hecho multitud de Revisiones de Vida en los grupos con los militantes o con los consiliarios; pero nada que ver con la espontaneidad y sinceridad que te puede revisar la esposa. En más de una ocasión, escuchando, sentado en el banco de una iglesia parroquial, la homilía del domingo he pensado que si ese cura estuviese casado y su mujer lo hubiera escuchado, no se atrevería a volver a decir lo que estaba predicando. Los feligreses en general nunca se atreven a revisar al cura.
Si bien, como he manifestado a través de la monografía casi siempre me he encontrado arropado y comprendido, a veces, he sentido que ciertos grupos y personas que de célibe te llamaban, de casado ya no lo hacen. Es el peso de las estructuras y lo comprendo. Esto me preocupa y nos preocupa a muchos, por lo que supone una estructura que beneficia o que pone impedimentos a los cambios en nuestra diócesis y en la iglesia en general.
Observando cómo se prepara a los pocos seminaristas, casi todos de fuera de España, en la actualidad, no puedo menos de recordar a nuestro querido Fernando Urbina cuando explicaba las condiciones del que se preparaba al sacerdocio: persona madura, con fe profunda, sencillo. y, sobre todo, capaz de hacer comunidad.
Me duele mucho que no se aproveche mejor en la iglesia a tantas mujeres, tan buenas y tan preparadas, pero que, aunque lo deseen, no puedan ser ordenadas como curas, especialmente cuando contemplo que en la sociedad en general ya han conseguido igualarse en los derechos a los varones.
En esta época de mi vida, después de haber vivido muchas y variadas experiencias, empiezo a tener más claro que mi tarea más importante es prescindir del ego, de protagonismos absurdos y rancios si los hubiere, para, con mis defectos y valores, tratar de descubrir mejor al Padre en la naturaleza (ahora que de jubilado hay más tiempo), en todas las personas, en el caminar con mi esposa y con la familia, en los acontecimientos de cada día, en las personas que sufren y están más necesitadas, en el silencio, en la oración, en la celebración...
El Papa Benedicto XVI, en su primera encíclica, manifestaba que la iglesia debería ser «transparente» y «acogedora» (no sé si excluía a la Curia Romana). Pero, bromas aparte, estas cualidades se me han grabado hondamente, de tal manera que pienso que todas las personas, especialmente los creyentes bautizados, bien estaría «dejar de echar pecho», para caminar con todos y todas, cargados con nuestros defectos y valores, y así empujarnos mutuamente al encuentro del Espíritu Universal que sigue gimiendo en la humanidad para la realización del Reino de Jesús en la tierra, en espera del encuentro misericordioso al final de los tiempos con el Padre.
Quiero acabar como empecé con una cita de Javier Osés: «La Iglesia
0 es misionera o no es». Salir de uno mismo y de sus recintos cerrados nos ayuda a querer y que nos quieran. «Quien no practica la justicia, o sea, quien no ama a su hermano, no es de Dios; porque el mensaje que oísteis desde el principio fue éste: que nos amenos unos a otros» (lJn, 3, lO-ll). Y «porque os digo que si vuestra fidelidad no se sitúa por encima de los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de Dios» (Mt. 5, 20)
El primero que me lo tengo que aplicar soy yo. Con mi más sincera gratitud a todos los que he conocido en la vida, especialmente los más cercanos -sin vosotros y vosotras, no sería nada en la vida- y al Padre Dios, al que voy descubriendo, cada vez mejor, en su paciente Misericordia
(Notas)
1 Libro del Nuevo Testamento que contiene los hechos de los apóstoles después de la muerte de Jesús.
2 Movimientos. Ver Acción Católica
«De entrada aclaramos que este pequeño relato de retazos vitales lo vamos a hacer en plural, o mejor, en pareja, pues nos parece más rico hablar de nuestra experiencia común de pareja con cura incluido, que presentar una crónica exclusiva de la clericatura de Andrés.
Nuestra andadura común (Tere+Andrés) constituye la etapa más larga y fructífera de nuestras vidas. En ella hemos compartido luces y noches, retazos de ilusión y esperanza, letargos y energías, trasgresión y fidelidad, comunión y disidencia. De todo un poco. Y esto es lo que queremos comunicar.
Otra aclaración: nuestra vivencia la presentamos desde el arrabal, en donde estamos. Hemos optado y aceptado vivir en el margen, fuera del recinto ciudadano de la oficialidad eclesial, en donde no podemos respirar. Pero en el arrabal, a las afueras hemos encontrado una luz cálida que nos la proporciona la libertad, nuestro amor y la fe en Jesús. Aquí nos sentimos más cerca de lo humano y de la humanidad».
TERE. En septiembre de 1968 la noticia en mi pequeño pueblo soriano fue que nos cambiaban al cura. Yo lo conocí en las vacaciones de Navidad, pues estudiaba en Soria capital. Mi primer encuentro fue en la puerta de la casa del cura. Vi un cura larguirucho y flacucho, con sotana como Dios y la Iglesia mandaban entonces. Mi saludo, como buena colegiala de monjas fue besarle la mano; yo noté que el curita nuevo no se sentía cómodo con este gesto.
Mi madre, muy religiosa ella, ya me había dicho que el nuevo cura era muy majo y muy listo. En los días de vacaciones ya pude comprobar que era cierto y en las sucesivas vacaciones fui consolidando esa impresión.
Andrés era un cura, primero joven y, además, una persona que actuaba de forma diferente a los anteriores curas. Se relacionaba mucho con la gente sin autoritarismo ni prepotencia; estaba atento a las necesidades materiales de la gente, además de a las espirituales que las hacía más comprensibles y llevaderas. Mostraba un sacerdocio, que yo lo llamaría, más social.
Aquella manera de ser y actuar del nuevo cura me causó una honda impresión. Sus actitudes, sin saber por qué y sin hacer un gran análisis, me gustaban y quedaron en mi memoria. Yo seguí mi camino.
ANDRES. Efectivamente en el 1968 llegué a Iruecha, localidad soriana, en destino pastoral no deseado. Era una aldea pobre, escondida, de vida dura y economía de subsistencia, pero con una religiosidad popular y tradicional muy arraigada. Allí vivía la familia de Tere. Allí la vi como una chica inquieta, espabilada, curtida en el trabajo y el esfuerzo a pesar de su adolescencia. Su fe religiosa, de matiz tradicional, la hacía servicial, generosa y obediente; pero se notaba en ella cierta garra libertaria y bastante capacidad de desarrollo.
La realidad humana rural, pobre, dura, sufrida, con muchas limitaciones, me impactó y acabó por derribarme los palos del sombrajo clerical, construido en el seminario. El vivir diario de aquellas gentes fuertes ante las dificultades me hizo caer en la cuenta de que mi labor no podía
consistir en alimentar más esa espiritualidad de ritos, rezos e iglesia. Mi trabajo estaba en las calles, en las casas, en las familias, en la escuela. Sentí la necesidad de ayudar a estas gentes en lo humano: compartir vida, mostrarles horizontes más abiertos y abrirles otras posibilidades en higiene, alimentación, educación y estudio de los hijos, relaciones de pareja... Y como signo de mi conversión me quité la sotana; para esto no la necesitaba, más bien me estorbaba, me separaba de mis vecinos. Con mi nueva indumentaria interior (y exterior), luz de arrabal que ya nunca se apagó, me fui a otra parroquia. Allí dejé a Tere y su familia.
TERE. Nací en un pequeño pueblo soriano, en una familia humilde de labradores. La vida en el pueblo imponía unas tareas concretas a los niños y niñas. Yo, niña, hacía lo mismo que los niños: ayudar a los padres y abuelos en las faenas agrícolas, atender a los hermanos pequeños, cuidar de los animales domésticos e ir a la escuela. A veces este cometido suponía un esfuerzo importante. Pero no nos impedía jugar en la calle, fabricar nuestros propios juguetes e inventarnos nuestras propias historias, basadas, muchas veces, en lo que nos contaban los abuelos al amor de la lumbre. El contacto con la naturaleza era una luz rural que iluminaba nuestra vida. Por eso, nos sentíamos felices, disfrutábamos mucho con lo poco que teníamos
El maestro, al verme espabilada, convenció a mis padres para que estudiara fuera, ya que las únicas salidas para las chicas del pueblo y de mi edad eran o irse monja o a servir de criada a la capital. Mi madre comprendió enseguida que eso era lo mejor para mí. Hice la maleta y me fui interna a un colegio de monjas en Soria capital. Allí pasé cuatro años estudiando y educándome en la fe cristiana. Mis padres estaban contentos, porque era buena estudiante y veían que su gran esfuerzo económico no caía en saco roto; además, el estar con monjas a mi madre le entusiasmaba, ya que su ilusión era tener una hija monja. En vacaciones ayudaba a mis padres en las labores del campo: segar, acarrear la mies, trillar.
A los dieciocho años me fui a vivir a Valencia, donde se habían trasladado mis padres. La vida allí tampoco me fue fácil. Estaba en plena juventud
y no tenía amigas, las había dejado en Soria. Enseguida empecé a trabajar en una tienda de ultramarinos y a la vez estudiaba. Así me hice el secretariado. Luego trabajé en un instituto de idiomas mientras estudiaba Magisterio. Y así transcurrieron casi ocho años, durante los cuales también saqué tiempo para hacer amigos/as y divertirme los fines de semana.
Durante este tiempo no descuidé mi vida de fe; era catequista en una parroquia, hacía ejercicios espirituales, etc. Todo esto con gente conservadora. No logré encontrar ningún grupo que quisiera analizar y vivir la fe de otra manera. Yo intuía, y necesitaba, vivir el cristianismo de otro modo. En conversación con gentes de otras naciones en el Instituto de Idiomas contrastamos opiniones y formas de entender la fe. En este periodo y en esta situación mantenía correspondencia con Andrés; él tenía una visión más abierta y progresista de ver las cosas de la fe y me animaba a seguir en búsqueda.
ANDRES. Nací el año del hambre @1942) en un caserío rural, propiedad de unos terratenientes muy religiosos, pero no tanto humanos. Mi padre trabajaba para ellos como jornalero agrícola; mi madre, ama de casa y cuidadora de cinco hijos. Pasamos años difíciles económica y socialmente. Los «señores» de la finca, con ribetes feudalistas, pagaban a los obreros en dinero y en especie. Un cerdo anual era parte del salario de mi padre, pero (verlo para creerlo) los jamones se los llevaban los cristianísimos señores a sus almacenes. A nosotros nos dejaban el tocino. El miedo y la necesidad nos convertían a todos (mayores y niños) en esclavos de los propietarios. Pero allí conviví estrechamente con la naturaleza, luz y paz para mi vida condicionada. Disfrutaba respirando el aire puro, pescando en el río, conociendo las aves y sus cantos, jugando con los corderos y comiendo el pan recién hecho en el horno familiar. Mi padre consiguió trabajo con otro propietario y mejoraron las cosas. Mis padres ya podían ocuparse un poco más del futuro de los hijos.
A mí me tocó en suerte ir al seminario. Me fui sin vocación, claro, o mejor, me llevaron. Era la única forma posible de estudiar. A los dos meses de llegar al seminario se produjo un hecho luctuoso para mí: me «ensotanaron». De forma solemne me impusieron la sotana y los demás complementos: fajín, esclavina y bonete. Aquello fue una coraza
impenetrable, que marcaba la educación y los límites que iba a tener durante los doce años que duró la etapa seminarística. Doce años con sus días y sus noches cargados de disciplina férrea. «Al seminario se entra con babas y se sale con barbas», me dijo el cura de mi pueblo. Tenía razón. Durante doce años fui recibiendo clases de latín, de austeridad, de renuncia al mundo, de evitar a la mujer, de asexualidad, de sequedad amorosa, de teología escolástica y de espiritualidad ritualista. Pero también hubo algunas luces de seminario: acceso a la cultura, temple y resistencia para la vida, amistad, ilusión, gratuidad. La sotana me cubrió de negritud. Al quitármela se expandieron las luces.
Etapa de quijote ANDRES. Mi padre, castellano sencillo, pero con dos dedos de frente, al comunicarle que dejaba el sacerdocio, me dijo: «Tu sabrás lo que haces; sólo te pido que no seas tan quijote como has sido hasta ahora». El me lo decía, porque me veía entregado a los demás y que «no tenía nada mío».
Pues, haciendo de quijote y buscando nuevas aventuras pastorales, me marché, junto con otros cuatro compañeros al valle de Ayora-CofTentes, en la diócesis de Valencia, en donde, sin salir del mundo rural, trabajé en varias parroquias, formando equipo con otro cura amigo. Nuestra labor se centraba en dar una asistencia básica religiosa, pero ocupándonos primordialmente en una labor social, sobre todo, con jóvenes y niños: tele-clubs, charlas, teatro, clases de adultos, campamentos, movimientos juveniles, catequesis, asistencia y acompañamiento personal a personas necesitadas.... En esta etapa el contacto con Tere se intensificó. Estaba en búsqueda y encontraba en mí estímulo y equilibrio.
Superada la muerte de Franco, aunque no la incertidumbre política, me trasladé a la diócesis de Madrid, en concreto a Aranjuez, dejando el mundo rural para trabajar en ambientes urbanos. Pero ya cierta insatisfacción personal me estaba rondando y me hacía sentirme incómodo en el estamento clerical. La realidad pastoral y social de Aranjuez en aquellos momentos aumentó mi desazón. Un ritmo intenso de actividades pastorales, a veces muy diferentes (atención a monjas de clausura, clases de religión, grupos de matrimonios, trabajo con jóvenes politizados y misas, muchas misas con bodas, entierros, bautizos...), una
situación política marcada por la lucha entre la extrema derecha y la extrema izquierda, la falta de libertad en la iglesia, el desacuerdo con actuaciones de la jerarquía y con ciertas doctrinas vaticanas desencadenaron en mí una fuerte lucha interior. La reflexión obligada me dejó al descubierto una necesidad afectiva no cubierta. Y entre preguntas y dudas iba buscando, comunicando mi situación a las personas más cercanas. Entre ellas estaba Tere.
Nuestro encuentro profundo tuvo lugar en un jardín de Valencia. En un bello rincón, protegidos por las flores y las plantas, comenzamos a charlar a corazón abierto. De allí salimos más clarificados, más unidos y, sobre todo, más fuertes y dispuestos a vivir nuestro amor a la intemperie. Fue nuestro pentecostés1 particular.
Después de un año de ajustes, sintonías y encuadres, comunicamos a nuestras familias y al obispo correspondiente nuestra decisión y nuestro proyecto de vivencia en pareja. Hubo ciertas resistencias familiares y obstáculos serios por parte de la jerarquía.
ANDRES. El permiso de secularización no vendría, me dijeron en el obispado, si no se hacía un informe personal con trampas y mentiras como que había pérdida de fe, obsesión sexual e hijos abandonados de uniones con diversas mujeres. Además tenía que aceptar la reducción al estado laical y las cauciones (prevenciones, cautelas) exigidas, como casarme en lugar secreto, no volver por las parroquias en donde había estado, no publicar mi situación, etc.
TERE. Ante tal ofensa a la dignidad personal, Andrés cerró con fuerza la puerta del despacho del canciller-secretario del obispo y optó por el derecho a la libertad. Y en vez de reducido al estado laical por papeles (expresión que ofende también a los laicos), se consideró felizmente retornado a lo común y originario sin actas ni permisos.
Nos casamos por lo civil y dimos gracias a Dios por nuestro amor en una celebración religiosa. Es decir, que nos casamos como Dios manda, en presencia de familiares, amigos y feligreses de las distintas parroquias en las que había estado Andrés. No comimos perdices, pero fuimos felices. Y de esa felicidad nació nuestro hijo Javier (hoy veintisiete años).
Y con esa felicidad nos pusimos a trabajar: yo como auxiliar administrativa en el mundo del transporte, y Andrés en trabajos terapéuticos con disminuidos intelectuales.
En un piso de alquiler hicimos nuestro nido. Pero necesitábamos volar fuera, más allá. Por eso, colaboramos un tiempo en la parroquia que fue el último destino pastoral de Andrés en Madrid: catequesis, escuela de teología, cursillos prematrimoniales, grupos de reflexión.....
Buscando encontramos otro nido que se llama MOCEOP, en donde nos acogieron y nos dejaron anidar. Encontramos claridad, amistad y confirmación de que nuestras opciones eran compartidas por otros hombres y mujeres y por parejas que intentaban vivir su vida y su fe en coherencia con el Evangelio. En este movimiento nos enrollamos hasta dentro y participamos activamente en campañas, con declaraciones, en los medios de comunicación, congresos nacionales e internacionales de curas casados. Queríamos dignificar la persona del cura casado y sus mujeres. Logramos sacar a la luz pública este problema eclesial. Y ayudamos a muchas y muchos a vivir su amor a la luz, a salir de la semiclandestinidad social y eclesial. Abrimos las puertas de nuestra casa y gozamos con la acogida de curas y parejas que venían con su bagaje buscando el pistoletazo de salida a la libertad.
Seguimos enrollándonos con las comunidades cristianas de base y los movimientos de iglesia que buscaban y buscan otra forma de ser iglesia, otra forma de vivencia cristiana y otro estilo de cristianismo más comprometido con la vida de los hermanos. Nos enrollamos con el movimiento gays-lesbianas, personas marginadas por la sociedad y por la Iglesia. Participamos, incluso, en sus bodas, encuentros, charlas, en su mundo.
En otra ocasión, más que enrollarnos, nos liamos la manta a la cabeza y acogimos a un niño de la calle de diez años, intentando orientar su vida para que no fuera carne de cañón en la sociedad. El intento duró cinco años, dejándonos un sabor agridulce.
Rozando la tercera edad, nosotros seguimos. Seguimos en la fe y en la felicidad. Seguimos dando guerra, porque hay muchas realidades que no nos gustan. Seguimos gritando y exigiendo, junto con otros grupos, la igualdad de la mujer en la iglesia y en la sociedad; y buscamos darle a lo femenino todo el valor que tiene y que la iglesia machista no ha sabido resituar o lo ha ocultado interesadamente.
Seguimos aquí, en el arrabal, en el margen, a las afueras, porque en el núcleo nos asfixiamos. En el margen también está Dios, hay comunidad, laicidad, alternativas, horizontes despejados. Aquí residimos con otras muchas personas excomulgadas2 de la ciudad legal.
Seguimos empeñados y emperrados en perder el miedo a experimentar, incluso a equivocarnos, y a descubrir caminos nuevos. Preferimos vivir a la intemperie y dejarnos atrapar por la calle y sus gentes a no estar cogidos por el dogma, el culto, el neoliberalismo o el consumismo.
Seguimos con nuestra forma de vivir, nuestras prácticas alternativas, nuestra vivencia y expresión de fe propias, aunque no sean eclesiásticamente correctas. Seguimos, como buenos sorianos, tras la estela de Machado: «haciendo camino al andar».
(Notas)
1 En la fiesta de Pentecostés celebra la iglesia la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, como el momento en que comprenden la trascendencia de la vida y el mensaje de Jesús y se lanzan a difundirle por el mundo de entonces.
2 Se dice de los católicos que son apartados de la comunión de los fieles y del uso de los sacramentos por la autoridad eclesiástica.
Zaragozano. Formado en Alcorisa, Salamanca, Brujas, Madrid. Con ministerio presbiteral en Bruselas, Bolivia, Zaragoza... Cura obrero.
Convencido de que la fe cristiana se vive en comunidad, ha dedicado gran parte de su vida a crear comunidades y a ponerlas en contacto y coordinación. Ha publicado un importante estudio sobre la Teología de las Comunidades Cristianas Populares.
En esta perspectiva, para él, el ministerio presbiteral sólo puede ser vivido como servicio a la comunidad. Y así intenta vivirlo desde su situación de casado.
Son los años de la posguerra. Vivo en el seno de una familia tradicionalmente católica de la clase media. Voy al colegio de los HH. Maristas de Zaragoza. Me muevo en ambientes católicos conservadores. Pertenezco al movimiento de aspirantes de Acción Católica. Estudiando 2o de bachillerato, a los 12 años, comunico a mis padres que quiero ir al seminario. Ese mismo año (1950), al terminar el curso, ingreso en el seminario menor de Alcorisa (Teruel). Allí estoy cuatro años. Era un internamiento duro no sólo por el lugar donde el clima y la geografía son agrestes, sino por la disciplina férrea a la que éramos sometidos. Se trataba de formar a personas fuertes humana y religiosamente, en un ambiente lúgubre y de miedo, bajo la dirección de los Operarios Diocesanos, quienes estaban al cargo de la formación de los futuros curas en la diócesis de Zaragoza. Recuerdo con especial interés que me prohíben la amistad con un compañero de la niñez, que también ingresa en el seminario ese año, porque no son convenientes las llamadas «amistades particulares»1. Nunca comprendí esta prohibición, pero la acaté. Viví esos años muy intensamente por la edad y el interés que yo tenía en ser fiel a mi decisión, en un ambiente religioso de miedo al pecado (las lecturas espirituales al atardecer en el templo, siguiendo los libros «Confesaos bien» y «Comulgad bien», que narraban los horrores del pecado, eran terroríficas) y de separación del mundo (nos prohibían ir al cine en las vacaciones de verano y relacionarnos con el sexo femenino, aunque fueran familiares).
El quinto año de Humanidades lo cursábamos en Zaragoza, en el seminario mayor recién estrenado. El ambiente era más abierto. Recibía la visita de mi familia y vivía en la ciudad donde había nacido. Todo ello suavizó la dureza de mi formación religiosa recibida en años anteriores. Ese año solicité irme a Salamanca a cursar la Filosofía y Teología en la Universidad Pontificia. Allí estuve nueve años, en un ambiente mucho más normalizado y distendido. La cerrazón y oscurantismo moralizante vividos en años anteriores fueron dando paso a una vida de mayor normalidad en las relaciones humanas, a una formación más abierta y a una espiritualidad más positiva y evangélica. Eran además los primeros momentos del Concilio Vaticano II y se vivían tiempos de esperanza y renovación eclesiales. En este ambiente de cambio decidí orientar mi
próxima vida de servicio en América Latina. Los últimos años de Salamanca los pasé en el Colegio Hispano Americano dependiente de la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispano Americana (OCSHA)2.
En esta etapa de formación quiero distinguir dos momentos bien diferenciados. La educación recibida en mi familia y el colegio fue muy conservadora, tanto social como religiosamente, educación que se ve fuertemente fortalecida en el seminario menor, en el que humanamente se prohíbe la amistad entre compañeros (son «amistades particulares») y se inculca la religiosidad del pecado y del miedo en un ambiente tremendamente cerrado (el internamiento duraba nueve meses seguidos en los que no recibía visita alguna del exterior). El otro momento es el de mi formación en Salamanca. El ambiente es radicalmente diferente, con un modo de vida muy normalizado a nivel de relaciones humanas, y fomentando una espiritualidad evangélica del testimonio y del servicio. Humanamente mi persona madura positivamente y el ministerio presbiteral se configura en torno al servicio. Es significativo el lema que elijo en mi ordenación: la frase el evangelio «No vine a ser servido, sino a servir y a dar mi vida en rescate de muchos». Eran los años del Concilio Vaticano II. En la universidad se vivía el espíritu nuevo que intentaba crear el Concilio. La reforma dentro de la iglesia, teológica y litúrgica; y la apertura al mundo, para conocer los problemas e interrogantes de la sociedad y responder a sus inquietudes. La cerrazón de los primeros años de formación se tornaba en una apertura al mundo y una inquietud de cambio en el interior de la iglesia.
Me ordené presbítero en Salamanca en 1964. Pasé un año en la Abadía de San Andrés de Brujas (Bélgica), estudiando Pastoral Litúrgica. Los fines de semana viajaba a Bruselas, a una parroquia del centro en la que había muchos inmigrantes españoles, sobre todo asturianos. En este tiempo tuve la oportunidad de conocer la situación del emigrante, viviendo fuera de su tierra, en un país en que se desconocen el idioma y las costumbres, y en unas condiciones de vida muy deficientes. Compartí su situación, ayudando a afrontar sus dificultades. Al año siguiente marché a Cochabamba (Bolivia), donde un grupo de siete compañeros nos hacíamos cargo de la formación de los futuros curas de Bolivia en el recientemente inaugurado Seminario Mayor de San José. Teníamos un
contrato de diez años, pero a los cinco la Conferencia Episcopal lo rescindió porque no estaba de acuerdo con la formación dada a los jóvenes seminaristas. Nuestra teología contenía errores (nunca supimos cuáles eran) y la formación impartida era considerada excesivamente humana y poco espiritual. No estábamos al servicio de la iglesia (evidentemente pretendíamos estar al servicio de los seminaristas y del pueblo, atendiendo al movimiento obrero, universitario y varios barrios suburbanos).