Vallecas y América Latina han sido su escuela y su comunidad. Ahí ha vivenciado su fe como un compromiso revolucionario al lado de los pobres. En ello se ha jugado la vida. Y en ello ha encontrado la satisfacción de sentirse libre y realizado para un total servicio y entrega al pueblo.
En Guatemala y en Chiapas (México) ha vivido su compromiso cristiano. Ha estado amenazado por el poder establecido. Pero siempre se ha sentido acogido por las comunidades a las que ha servido.
Dejó el ministerio cultual, no el ministerio pastoral y profético. Ha tenido el privilegio de vivir la experiencia de un nuevo modelo de ser iglesia en las diócesis de Tehuantepec, San Cristóbal de Las Casas y San Marcos. En las tareas de esa iglesia se ha sentido plenamente integrado.
Nací en Alguazas, en la vega media del Segura, Región de Murcia, en 1943. Cuando tenía doce años quise estudiar para sacerdote; mas a fin de cuentas, cosas de niño, pronto desistí. Sin embargo, a los diecisiete entré en el noviciado de la Compañía de Jesús en Aranjuez. Durante varios años viví la vida religiosa sin problemas, dedicado a los estudios y al trabajo del magisterio en el colegio de VillafTanca (Badajoz).
Por entonces, leí el libro «Yo creo en la esperanza» del P. José María Díez-Alegría, un libro que me ayudó a descubrir el sentido profundo de la vida cristiana y a pasar de una religiosidad ontológico-cultualista a la vivencia de una espiritualidad ético-profética. Comprendí que el evangelio de Jesús me exigía tomar una opción por los más pobres y oprimidos. Empecé a cuestionarme el voto de pobreza. Los religiosos hacíamos el voto, pero los pobres de verdad lo cumplían. Dejé la Compañía, no el espíritu ignaciano, que es profundamente evangélico, y regresé al «mundo», al mundo de los pobres y de Dios, al mundo que Dios ama (Jn 3,16-17). Me fui a vivir a una comunidad de base de Vallecas, del Movimiento Apostólico Seglar (MAS). Era el verano de 1974. Seguía siendo célibe y continuaba replanteándome el sacerdocio.
En esos últimos años del franquismo, en Vallecas latía una esperanza de cambio democrático: participé activamente en la asociación de vecinos y en las luchas sociales y populares. En una manifestación la policía me detuvo y me encerró en los calabozos de la Puerta del Sol. Allí estuve dos días y una noche. Comprendí la injusticia del régimen franquista. Poco después ingresé en el Partido Comunista, movido por el testimonio de varios militantes, trabajadores del barrio, hombres honrados y generosos, demócratas, soñadores de un mundo más justo y humano, algunos de los cuales sufrieron largos años de cárcel y torturas por el solo hecho de ser fieles a sus ideales de justicia y libertad. Pero, sobre todo, me motivó la fe en Jesús y en su proyecto de justicia y libertad y la búsqueda de una acción eficaz en la liberación de los oprimidos. Vallecas fue para mí una universidad. Ahí me nació la conciencia crítica de la realidad social y política.
En medio de mi compromiso cristiano y político atravesé una crisis afectiva. No veía claro el celibato obligatorio para ejercer el ministerio sacerdotal. Desistí por el momento de tomar decisión alguna, ni a favor ni en contra, como aconseja Ignacio de Loyola1. Me sentí libre. Y en libertad fui madurando la forma de servicio al pueblo. Yo tenía entonces treinta años. Una cosa tenía clara: dedicar mi vida al servicio de la causa del Reino de Dios, mediante el compromiso con los procesos históricos de liberación. Conocí a varias muchachas, compañeras o amigas de la comunidad, con quienes entablé una profunda amistad; pero ninguna llenaba mis expectativas. Cuando estas personas amigas no captaban ni comprendían mi compromiso ni los ideales y sueños que daban sentido a mi vida, sentía una gran soledad.
Viví una lucha interior. Escribí entonces: «Amaré a todos y todas, serviré a todos y todas, pero caminaré solo. Me adentraré solo en el mar. Me silenciaré solo en el desierto. Iré solo. Es duro. Sentiré golpear fuerte la soledad en mis entrañas y en mi espíritu...» Y opté por el celibato y el sacerdocio ministerial con la intención de marchar a una misión en América Latina. Nunca acepté que la iglesia asociara el carisma del celibato al ministerio sacerdotal. Porque, aunque en ese momento opté por ser célibe, no descarté la posibilidad de casarme algún día. Quería sentirme libre, no atado a una disciplina, porque bíblica y teológicamente no hay razón para ello. El carisma del celibato por el Reino es un don de Dios por el cual el célibe (hombre o mujer) se encuentra realizado afectivamente, en el sentido de que es Dios quien llena su vida y, al mismo tiempo, se siente más disponible para el servicio al pueblo. Este carisma no es mejor ni peor que el amor conyugal. Son diferentes. Será mejor aquel que más potencie el desarrollo de la persona y el servicio a los demás. Así lo entiendo yo.
El ministerio sacerdotal es otro carisma, diferente del celibato. La iglesia institucional los ha asociado. Y esto creo que es un error, pues cuando el celibato se impone como ley deja de ser carisma para convertirse en carga. Un carisma nunca puede ser una carga porque es fuerza liberadora. La imposición forzosa del celibato origina que muchos sacerdotes, que públicamente se manifiestan como célibes, en su vida
privada vivan reprimidos y amargados o con serios problemas afectivos y sexuales. Soy testigo de ello, sobre todo en Latinoamérica. Hay cristianos a quienes la comunidad aceptaría como sacerdotes; ellos, por su parte, estarían dispuestos a asumir la responsabilidad de la misión sacerdotal. Pero no aceptan la condición de no casarse que impone la iglesia.
Así pues, con el riesgo que lleva consigo asumir el celibato, opté por él, para ordenarme sacerdote. Sin embargo, como decía anteriormente, no me cerré a la posibilidad de que un día, si Dios así lo disponía, dejase el celibato para compartir mi vida con una mujer a quien le moviera la misma causa del Reino. Para mí lo importante es sentirse libre y realizado en la vida para un total servicio y entrega al pueblo.
En el clima de la comunidad vallecana del MAS fui descubriendo y madurando mi vocación. Opté por el ministerio porque la comunidad cristiana y los vecinos del barrio me animaron y aceptaron. Ahí comprendí que no se puede ser sacerdote sin ser aceptado por la comunidad. Cuando manifesté mi deseo de ordenarme sacerdote, algunos sacerdotes conservadores de Madrid se opusieron. El obispo de Vallecas, Alberto Iniesta, me apoyaba totalmente. Pero el cardenal Tarancón paralizó el proceso. Le escribí exponiendo mi situación de creyente comprometido en las luchas sociales. Lo mismo hizo Jaime Garralda, jesuita y hermano de la comunidad. Sólo once días antes de la fecha señalada para mi ordenación pude conocer el consentimiento del cardenal.
Si la negativa del cardenal se hubiera mantenido, estoy seguro que no me hubiera supuesto ningún trauma, ni me hubiera quitado la paz interior, ya que para mí lo verdaderamente importante es ser cristiano y, por consiguiente, el sacerdocio que yo más valoro es el «sacerdocio del pueblo de Dios», que todos los cristianos poseemos en virtud de nuestra incorporación al sacerdocio de Cristo por la fe y el bautismo. Reconozco y agradezco la comprensión, apertura y visión de futuro del cardenal.
En el retiro previo a mi ordenación escribí: «No recibo la ordenación sacerdotal para el culto en los templos (Jesús desplaza el centro de gravedad del culto al hermano: Jn. 4,21 -24; Mt. 9, 13), sino para el anuncio
y proclamación del Reino, para la animación de comunidades y la celebración de la eucaristía. No considero el sacerdocio como una dignidad o estado de privilegio dentro de la iglesia, y mucho menos como una profesión. El sacerdocio es sencillamente un ministerio de servicio a la comunidad...» «Asumo la responsabilidad sacerdotal como un compromiso revolucionario. Para mí, el Evangelio de Jesús es tremendamente revolucionario, entendiendo por revolución el cambio profundo de la mente y el corazón del hombre y de las estructuras sociales: cambio de una vida de egoísmo a una vida en fraternidad, del individualismo a la conciencia solidaria, de la injusticia a la justicia, de las situaciones de opresión a la vida en libertad, de la vida burguesa-capitalista a la conciencia y praxis socialista».
Fui ordenado el 29 de abril de l978 por el obispo Alberto Iniesta, un hombre sincero, profundamente evangélico, pastor al lado de los pobres y defensor de las causas justas. En la celebración de la eucaristía el pueblo vallecano allí presente me dedicó una canción. Con voces recias y contundentes y con ritmo valiente, entonó aquel canto de Ricardo Cantalapiedra: «No queremos a los grandes palabreros, queremos a un hombre que se embarre con nosotros, que llore con nosotros, que ría con nosotros, que beba con nosotros el vino en la taberna, que coma en nuestra mesa, que tenga orgullo y rabia, que tenga corazón y fortaleza. Los otros no interesan. Queremos a un hombre que se acerque a nosotros, que luche con nosotros, que cante con nosotros.»
Durante cinco años compartí con el pueblo de Vallecas sus luchas y esperanzas. Pero comprendí que hay otros pueblos que viven en extrema necesidad, más explotados y empobrecidos. Pueblos humillados que, heridos de muerte, nos tienden sus manos abiertas esperando nuestra ayuda solidaria. Al año de ordenarme, marché a Guatemala. Fui enviado por la iglesia de Vallecas en una eucaristía presidida por el obispo. Sentí que era Cristo Jesús quien me envió desde la comunidad, y que era, asimismo, Cristo quien me llamaba desde el pueblo oprimido latinoamericano. Me fui con otro compañero de la comunidad. Llegamos a Guatemala y el obispo de Alta Verapaz me nombró párroco de San Cristóbal, población mayoritariamente indígena de la etnia maya-pokomchí. Ahí tomé conciencia de la cruel discriminación que sufren los
indígenas y de la pobreza en que viven. Al día siguiente de mi llegada a la parroquia se me presenta una señora indígena con su bebé de cinco meses, para que le diera la bendición porque estaba enfermo, y cuando lo descubre en mi presencia, ya había muerto. ¡Qué grito de dolor sacó en aquel momento! El niño murió por desnutrición, como a diario mueren multitud de niños en Guatemala.
De lunes a viernes recorría las aldeas a pie o a caballo, organizando a las comunidades e impartiendo cursos de formación bíblica desde su propia realidad. En cada visita que realizaba a las aldeas, recibía un fuerte impacto. Niños semidesnudos, descalzos, hinchados por las lombrices o la desnutrición, de mirada triste..., sin escuela, sin atención médica... En aquel entonces, de cada cien niños que nacían, únicamente treinta y nueve llegaban a la edad adulta. Toda esta injusticia me fue golpeando la conciencia. Un país tan rico en recursos naturales y tan lleno de gente empobrecida. Trescientas familias y las multinacionales norteamericanas acaparan la riqueza del país. A todo esto se sumaba la situación de represión gubernamental. Con frecuencia me encontraba cadáveres desnudos, cruelmente torturados, tirados en las cunetas de los caminos. Una política de terror imperaba en el país.
En las homilías de los domingos denunciaba esta situación de muerte. Eran los años duros de la dictadura militar y la lucha guerrillera. Recibí amenazas de muerte verbalmente y en pintadas dentro de la iglesia parroquial. Por lo que, a los dos años, me vi obligado a dejar Guatemala y salir hacia México. Más de doscientos agentes de pastoral, misioneros laicos, religiosas y sacerdotes tuvimos que dejar el país. También el obispo de Quiché, presidente de la conferencia episcopal, Gerardi, salió al exilio. En esos años varios sacerdotes fueron asesinados por el ejército o los escuadrones de la muerte, acusándolos de comunistas. La denuncia de la explotación de los campesinos y la defensa de la vida eran consideradas como una acción subversiva. Muchos templos y casas parroquiales fueron ocupados por el ejército y convertidos en cuarteles.
En esa época tomó el poder, mediante un golpe de estado, el General Ríos Montt, aplicando la política de «tierra arrasada» y el secuestro selectivos de líderes sindicales, sociales, estudiantiles, campesinos, religiosos. Asesores norteamericanos e israelíes estaban detrás de las fuerzas represivas del gobierno. Y empezó la gran riada de gente hacia
la frontera de México. Más de 45000 guatemaltecos se refugiaron en los estados mexicanos de Chiapas y de la península de Yucatán.
En el trabajo con los refugiados, en México, conocí a Maricarmen, que hoy es mi esposa. Ella había llegado a Guatemala un año antes que yo, cuando apenas tenía veinticinco años. Salió del país debido también a la represión. Maricarmen, una joven encantadora. Su voz angelical, ojos grandes y claros, mirada limpia y su larga cabellera le daban un aspecto sumamente delicado y atractivo. Después de un encuentro con Dios, su «camino de Damasco», tomó la decisión de dejarlo todo y seguir a Jesús sirviendo a los pobres de la tierra. Marchó a Guatemala a una misión que estaba a cargo de las Hermanas de la Asunción, entre los indígenas mayas-mames de las montañas de Quetzaltenango. En la soledad de las cumbres de Cabricám, cerca de las estrellas y al lado de los pobres, compartió con ellos su vida sencilla, sus angustias y esperanzas. Entre los indígenas vivió experiencias profundas del Dios humano y trascendente. Enseñaba a leer y escribir a los niños del pueblo y de las aldeas, alfabetizaba a los adultos, visitaba a las familias en sus humildes casitas de adobe y paja. Caminaba con el pelo suelto al viento por los senderos de la montaña, como una humilde peregrina, llevando la sonrisa en los labios y el calor de la amistad en su mirada. Su corazón ardía y vibraba al ritmo de la vida. Veía salir el sol por encima de la serranía y lo veía ocultarse más allá de los volcanes. Observaba los bosques de cipreses, los rebaños de ovejas, los niños pastores, los rudos campesinos, las nubes, las lejanas y altas montañas, los pájaros, el viento que sopla sobre los campos de trigo y de maíz. Por las noches contemplaba las estrellas ordenadas en el firmamento y la luna plateada de Xelajú flotando en el océano oscuro del cielo. El mundo era bello. Lo contemplaba con la sencillez de una niña. Todo era diferente, muy diferente... Desnuda ante Dios, no poseía nada sino sólo un corazón para amar y servir. La paz y felicidad que no encontró en el confort de su ciudad, las halló en la pobreza y el servicio de una misión. Durante dos años trabajamos juntos en un pequeño pueblo de la diócesis de Tehuantepec, en Oaxaca, con el obispo Arturo Lona, un pastor sencillo y valiente, siempre al lado de los pobres. En esta diócesis, además del trabajo parroquial atendíamos a un grupo de guatemaltecos refugiados, cuyas vidas peligraban en los campamentos de Chiapas por ser familiares de combatientes guerrilleros.
En Tehuantepec empezó nuestro proceso de enamoramiento. Nos sentíamos muy identificados tanto en los planteamientos teológicos y sociales como en los métodos pastorales. Esta experiencia de trabajo misionero nos ayudó a conocernos; y a mí, personalmente, a clarificarme posteriormente en cuanto a una toma de decisión.
Después de cinco años de reflexión y de superación de dudas tomamos la decisión de casarnos. Fue un domingo 19 de octubre, día de las misiones, de 1986, en la misión de Chicomuselo (Chiapas). El equipo pastoral, integrado por un sacerdote, varias hermanas religiosas, laicos y laicas, celebramos la eucaristía en la que nos comprometimos en matrimonio y a seguir trabajando como misioneros en la iglesia al servicio de los más necesitados.
Tehuantepec y Chiapas. Por entonces escribí una carta a los amigos comunicando mi decisión. En ella decía: «Al contraer matrimonio no renuncio al sacerdocio, pues bíblica y teológicamente no hay incompatibilidad entre el sacramento del orden y el sacramento del matrimonio. Dejo el ministerio cultual público, no el ministerio pastoral y profético». Y así fue, pues el pueblo de Dios, el equipo pastoral y la diócesis nos reconocieron como misioneros y agentes de pastoral.
En la diócesis de San Cristóbal de Las Casas vivimos una experiencia muy gratificante de un nuevo modelo de ser iglesia. El obispo Samuel Ruiz posibilitó que en su diócesis se viviera la iglesia como Pueblo de Dios2, pueblo profético al servicio del Reino. El pueblo creyente participa de forma activa en las asambleas diocesanas, en donde representantes laicos y laicas de cada comunidad encuentran un espacio para compartir y trabajar. La diócesis no está organizada en parroquias, sino en zonas pastorales. Y al frente de cada zona hay un equipo pastoral integrado indistintamente por religiosas, laicos célibes o casados y un presbítero. Nadie es más ni es menos. El laico y la laica tienen plena participación en el equipo pastoral.
Nosotros pertenecíamos al equipo de la zona pastoral de Chicomuselo-Comalapa, junto a la frontera con Guatemala, que abarcaba dos grandes municipios con ciento doce aldeas. Éramos siete personas entre
religiosas, laicos y un sacerdote. El equipo pastoral era una comunidad de fe y de vida, con espacios de oración y de reflexión comunitaria. Teníamos comunión de bienes con un fondo común. La evangelización se realizaba desde la experiencia de fe vivida en comunidad. El trabajo pastoral siempre se planificaba y evaluaba en equipo. Cada miembro tenía su tarea, su ministerio propio. Así, por ejemplo, una hermana religiosa estaba encargada de la pastoral social, otra de las catequesis de niños. Yo, como sacerdote casado, me encargaba de la pastoral de la zona de la sierra e incluso de la administración de sacramentos en esa región. Mi esposa era la responsable de la pastoral de la salud y de la pastoral juvenil, en que yo la apoyaba, llegando a tener más de setecientos jóvenes organizados en cincuenta y cuatro grupos. Después supimos que varios de estos jóvenes se integraron al Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)3. En torno al equipo pastoral había un consejo pastoral conformado por laicos y laicas representantes de las distintas pastorales y regiones de la zona. Era una iglesia viva, dinámica y del pueblo de Dios.
Además de este trabajo en la diócesis, atendíamos a los refugiados guatemaltecos ubicados en los estados mexicanos de Campeche y Quintana Roo, a donde viajábamos una vez al mes, recorriendo más de novecientos kilómetros. Elaborábamos un boletín titulado «Pueblo de Dios en marcha», para alimentar la fe de la población refugiada, partiendo siempre de la realidad que se vivía en Guatemala. Este boletín entraba también, a través de la selva, a las comunidades de población en resistencia ubicadas en la selva de Ixcán y en la Sierra Madre.
Ha sido un privilegio haber vivido y trabajado en la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, así también como en la de Tehuantepec, en donde hemos sido testigos de un modelo nuevo de ser iglesia: una iglesia entendida como una comunidad de comunidades, participativa, toda ella ministerial y misionera, con una jerarquía de servicio; una iglesia libre frente al poder y a la riqueza, liberadora y profética, que anuncia con la palabra y el testimonio de vida el mensaje de Jesús, y denuncia con libertad evangélica todo aquello que se opone al plan de Dios; una iglesia defensora de la vida y de los derechos humanos; una iglesia solidaria con el sufrimiento, esperanzas y luchas de los pobres y marginados, que acogió a más de cuarenta mil refugiados guatemaltecos; una iglesia
ecuménica, abierta al diálogo, dispuesta a caminar junto a cristianos o no cristianos que buscan un mundo más justo y humano; una iglesia orante, abierta al Espíritu, que busca ser signo y anticipo del reino de Dios en la tierra.
En 1989, entró en el gobierno de Guatemala un civil de la Democracia Cristiana. Se abrió un pequeño espacio de trabajo. Ese mismo año Maricarmen y yo nos arriesgamos y regresamos a Guatemala. Nos presentamos en el arzobispado con una carta del obispo de Chiapas Samuel Ruiz. Fuimos integrados en la pastoral de áreas marginales, como era nuestro deseo, cuyo responsable era monseñor Juan Gerardi. Más de un millón de personas vivían en ese cinturón de miseria. Tanto el arzobispo Próspero Penados del Barrio, como su canciller monseñor Efraín Hernández y, sobre todo, Monseñor Gerardi, nos acogieron e incluso fui nombrado para participar en el Consejo Pastoral Arquidiocesano representado a la pastoral de áreas marginales.
En el año 1991 un pequeño grupo de laicos y laicas y algunos sacerdotes fundamos la revista de Religión y Sociedad «Voces del Tiempo», una publicación trimestral y monográfica, destinada a agentes de pastoral y a líderes sociales.
En esa época comencé a publicar varios folletos de formación para los líderes cristianos en la línea, sin mencionarla expresamente, de la Teología de la Liberación, con el visto bueno de la misma Arquidiócesis. Colaboré indirectamente en el proyecto de la «Recuperación de la Memoria Histórica», que el obispo Gerardi había lanzado, cuyo objetivo era conocer la verdad de lo que pasó durante la guerra y dignificar a las víctimas, pues hasta el momento sólo se conocía la versión oficial del ejército. Trabajé, asimismo, en el proyecto ecuménico de «Jornadas por la Vida y la Paz» para ir concientizando y comprometiendo al pueblo cristiano en el proceso de diálogo entre el gobierno y la guerrilla, elaborando folletos populares y organizando talleres por todo el país. En este proceso y en la mediación entre la guerrilla y el gobierno desempeñaron un papel importante varios obispos. Un comunicado de la conferencia episcopal decía que si no se abordan las causas que originaron el conflicto armado (la injusta distribución de la riqueza y la
discriminación del indígena), no podría consolidarse la paz. Cinco años duró este proceso, hasta que el 29 de diciembre de 1996 se firmó la paz. Me queda la satisfacción de haber participado activamente en este proceso, en que la iglesia, como señalaba, desempeñó un papel relevante al lado de la justicia y de los pobres.
A los dos años de firmarse la paz, monseñor Gerardi presenta las conclusiones del proyecto de la «Recuperación de la Memoria Histórica» en la catedral de Guatemala, proyecto que venía trabajándose varios años. En su discurso dijo: «Queremos contribuir a la construcción de un país distinto. Por eso recuperamos la memoria del pueblo. Este camino estuvo y sigue estando lleno de riesgos, pero la construcción del Reino de Dios tiene riesgos y sólo son sus constructores aquellos que tienen fuerza para enfrentarlos». Dos días después, un grupo de militares lo asesinan. Fue un duro golpe para la iglesia y para todo el pueblo guatemalteco. Juan Gerardi fue un hombre lúcido, un profeta, un obispo valiente, un humanista defensor de los derechos humanos, siempre al lado de los pobres y de la gente más vulnerable, mártir de la verdad y de la paz.
Poco después del martirio de monseñor Gerardi entramos en conversación con el obispo de San Marcos, Alvaro Ramazzini, que nos aceptó en su diócesis. Mi esposa se responsabilizó de la coordinación de la pastoral diocesana en la rama de la medicina natural, y yo estuve al frente de la pastoral educativa diocesana y en la coordinación del programa de derechos humanos del obispado. Esto me ocupaba toda la semana. Realicé un curso de dos años, impartido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, para capacitarme en este campo. Me sentí muy identificado con este trabajo, pues los derechos humanos son la materialización del deseo de un mundo más justo, libre y solidario, constituyéndose en el criterio fundamental de la ética social. En este tiempo, en varias ocasiones, tuve que representar a la diócesis en eventos relacionados con los derechos humanos y en la mediación de conflictos intercomunitarios, municipales, sindicales, problemas de tierra, o conflictos con la empresa minera e hidroeléctrica..., tanto a nivel departamental como nacional. Conformamos, en coordinación con la conferencia episcopal, la comisión interdiocesana de derechos humanos. Nos reuníamos representantes de todas las diócesis cada dos meses para
analizar la situación de los derechos humanos en el país y promover acciones conjuntas a la luz del Evangelio y de la doctrina social de la iglesia. Durante tres años coordiné esta comisión.
A los pocos años del martirio del obispo Juan Gerardi, el arzobispado de Guatemala instituyó el «Premio a los Derechos Humanos, Monseñor Gerardi». Cada año se lo otorgaba a una persona que, a nivel nacional, se hubiera distinguido en la defensa y promoción de los derechos humanos. El año 2005 tuve el honor de recibir este premio.
En la diócesis de San Marcos hemos tenido el privilegio de trabajar con el obispo Alvaro Ramazzini, hombre de Dios y defensor incansable de los derechos de los pobres. Él posibilitó también que en su diócesis se viviera un modelo de iglesia comprometida con los más pobres. El objetivo del plan pastoral diocesano reza: «Fortalecer, en comunión y participación, una evangelización misionera, profética, liberadora e inculturada, desde los pobres, excluidos y marginados, para que desde nuestra realidad construyamos una sociedad que viva los valores del reino de Dios».
Aparte del trabajo en esta diócesis, los sábados daba clases en la facultad de Teología de la Universidad Landívar de los jesuitas, pues logramos abrir una extensión en la diócesis. Los domingos salía a las parroquias que me solicitaban, para impartir cursos de formación a los catequistas. Confieso que la enseñanza que impartía fue al mismo tiempo un aprendizaje. La gente sencilla, los catequistas, los delegados de la Palabra, con su experiencia y testimonio de vida, me enseñaron lo que no se aprende en los libros ni en ninguna facultad de Teología. Así como en su tiempo, el pueblo de Vallecas fue un maestro para mí, ahora lo era el pueblo latinoamericano.
Cuando vivíamos en México aconteció en la diócesis de Oaxaca un episodio que seguimos muy de cerca y en el cual participamos solidarizándonos con el pueblo de Dios. El nuncio papal, monseñor Prigione, se reunió con los sacerdotes de la archidiócesis. Había llegado a Oaxaca para exigir el cumplimiento de la disciplina eclesiástica. Le preocupaba que más del 75% de los sacerdotes no cumplieran la ley del celibato. Mientras se celebraba la reunión, 62 parroquias de la arquidiócesis fueron tomadas por sus feligreses en apoyo a los sacerdotes. El buen arzobispo oaxaqueño, Bartolomé Carrasco, pedía comprensión
frente a esta realidad. No así el nuncio. La delegación archidiocesana de laicos que entró a dialogar con el representante del Vaticano, se expresó diciendo: «Vemos que le preocupa mucho que nuestros sacerdotes no sean célibes. ¡Pero cómo nos gustaría verle realmente preocupado por las cosas más importantes de la ley: por nuestros hermanos indígenas, desnutridos y marginados; por la complicidad de una gran parte de la jerarquía con un gobierno explotador y corrupto; por el injusto salario mínimo que condena a una vida inhumana a millones de trabajadores...! La disciplina, importante, no es lo fundamental de la vida cristiana. Si nuestros sacerdotes quieren tener mujer, eso a nosotros ni nos va ni nos viene. Lo único que les pedimos es que cumplan con su ministerio de servicio a nuestro pueblo, que sean desprendidos del dinero, cercanos a los más pobres y testigos de Jesús».
Mientras tanto, una gran multitud de fieles esperaba frente al palacio arzobispal portando pancartas en las que se leía: «Queremos sacerdotes al lado de los pobres». «Menos legalismo y más misericordia». «Celibato opcional para los sacerdotes». En América Latina a la gente le da igual que el sacerdote sea célibe o casado; más aún, los indígenas ven más normal que sea casado. En la cosmovisión indígena una persona no casada todavía no ha llegado a su madurez. La realidad es que en América Latina un alto porcentaje de sacerdotes, que oficialmente se manifiestan como célibes, tienen sus mujeres e hijos. En una ocasión hablando con un grupo de campesinos de una parroquia en donde el sacerdote tenía a su mujer y a su hijo, me decía: «¿acaso el padre4 no es hombre?». Lo veía como algo natural. Sin embargo, la gente no tolera que el sacerdote tenga mal genio, sea impositivo, autoritario y amante del dinero. Esto no lo aceptan.
Un obispo guatemalteco, que fue en varias ocasiones presidente de la conferencia episcopal, decía en una asamblea diocesana sobre los ministerios que, si a él le dieran a escoger para ordenar sacerdote entre un joven recién salido del seminario o un catequista casado y padre de familia, con varios años de trabajo pastoral, él sin titubear escogería para ordenar al catequista padre de familia, porque -decía el obispo-«aquél no sabemos cómo actuará, pero este catequista ya hemos visto su trabajo desinteresado y generoso al servicio de sus comunidades».
En Guatemala un grupo de sacerdotes casados con nuestras esposas conformamos la agrupación HANUMI (Hacia una nueva ministerialidad). Todos los que formamos esta agrupación, de una u otra manera, estábamos comprometidos en tareas pastorales y sociales. Nos reuníamos periódicamente a reflexionar sobre la realidad de la iglesia y del país. HANUMI no se limitaba a la reivindicación del celibato opcional o la ordenación de la mujer, que si bien lo defendíamos, no era la principal prioridad. Ante todo buscábamos una nueva manera de ser iglesia.
Buscamos una iglesia que sea signo de la sociedad que queremos. Una iglesia comunidad fraterna, toda ella carismática y ministerial, con participación activa y responsable de los laicos y laicas tanto en las tareas ministeriales como en la elección y aceptación de los candidatos al sacerdocio y al episcopado.
Una iglesia que revalorice el sacerdocio del pueblo de Dios: hay un solo sacerdocio, de Cristo y de la comunidad, pero diferentes ministerios que emanan de este único sacerdocio. Esta existencia sacerdotal nos hace iguales a todos los bautizados.
Una iglesia profética, que desde su experiencia de Dios, anuncia el Evangelio del Reino y denuncia con valor todo aquello que se opone al proyecto de Dios. Una iglesia defensora de la vida y de los derechos humanos. Una iglesia que valore la sexualidad como una dimensión más del ser humano, liberada de complejos y tabúes. Una iglesia en la que el celibato sea fruto de la libre elección personal, sin que constituya una condición para ejercer el ministerio sacerdotal.
Una iglesia solidaria y testimonialmente pobre, desprendida de riquezas y posesiones, seguidora de Jesús y comprometida con la liberación de los pobres y oprimidos. Una iglesia comprometida con la justicia, la reconciliación y la paz, con una opción evangélica por los excluidos y marginados, sean cristianos o no. Una iglesia que haga memoria de los mártires y retome el testimonio de fidelidad y esperanza que ellos nos dejaron, como un compromiso por hacer presente en la historia la utopía del reino de Dios. Una iglesia acogedora y comprensiva, con un mensaje basado en el amor misericordioso de Dios a la humanidad. Una iglesia
abierta al ecumenismo y al diálogo interreligioso, dispuesta a trabajar codo a codo con personas, iglesias y organizaciones sociales que buscan un mundo más justo y solidario.Una iglesia comprometida en la defensa y protección del medio ambiente, de la naturaleza, como obra de Dios y casa de todos. Una iglesia orante, abierta al Espíritu, que sea signo y anticipo del Reino de Dios en la historia. Ésta es la iglesia que queremos, la iglesia que soñamos, la iglesia que creemos responde al espíritu de Jesús.
En el año 2008, después de treinta años de vida misionera, regresamos a España. Cambiamos de trinchera, pero no de lucha. Los sueños y el compromiso en la construcción de otro mundo y de otra iglesia siguen en pie. No hay fronteras que lo impidan. Participamos en los Comités Oscar Romero y en el SICSAL (Servicio Internacional de Solidaridad con América Latina), instancia que vimos nacer con don Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, al año del martirio de monseñor Romero. Asimismo, somos miembros de MOCEOP, del Movimiento Apostólico Seglar (MAS), de la Organización de Cooperación y Solidaridad Internacional (OCSI), de las Comunidades de Base de la región de Murcia, de la asociación Amigos de Guatemala... y colaboradores en distintas asociaciones de derechos humanos, la mayoría de estas instancias integradas a Redes Cristianas.
Nos duele la iglesia que encontramos en España, reflejo de la involución que ha tomado la curia romana. Una iglesia ultraconservadora, obsoleta, sin vida, más preocupada por la defensa del dogma y la norma que en ser portadora de la buena noticia de liberación que proclamó Jesús. No obstante, hemos encontrado excelentes testimonios evangélicos en personas y comunidades que buscan vivir al estilo de Jesús. La iglesia no es sólo la jerarquía, es ante todo el pueblo creyente que sigue a Jesús. Creemos en la iglesia. Somos iglesia.
Nos ha motivado y nos sigue motivando la pasión por la justicia, la pasión por la vida de la humanidad, particularmente de los pobres y excluidos, y la pasión por la tierra tan amenazada hoy por sistema capitalista. En definitiva nos motiva la pasión por el Reino. Por eso buscamos ser «sacerdotes del mundo», testigos de la presencia de Cristo
en la realidad histórica y humildes colaboradores en la construcción de una nueva sociedad.
(Notas)
1 Pundador de la Compañía de Jesús (1491-1556).
2 Una importante aportación del Concilio Vaticano II fue la concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios antes que como sociedad jerárquica tal y como venía en los manuales de teología al uso anteriormente.
3 Organización político-militar de los indígenas de Chiapas (México). Salió a la luz pública al tomar varias cabeceras municipales el 1 de enero de 1994, día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Defiende los derechos colectivos e individuales negados históricamente a los pueblos indígenas mexicanos. Y la construcción de un nuevo modelo de nación que incluya la democracia, la libertad y la justicia como principios fundamentales.
4 En América Latina en lugar de decir sacerdote dicen «padre».