Madrileño, del popular barrio de La Paloma. Nacido en el seno de una familia sencilla. En ella aprende los valores fundamentales para vivir: fortaleza ante el sufrimiento, preocupación por los demás, la vida como servicio...
Decide entrar en el seminario: hacerse cura. Y, con ello, se le impone la necesidad de romper con todos los sueños anteriores. La renuncia a formar una familia se convierte en el punto más difícil de aceptar; esta decisión se convierte en una «eterna crisis».
Conoce a Carmen y se enamora. Sus problemas interiores se disuelven. Pero la nueva situación genera enfrentamientos con muchas personas (asedio de los, hasta entonces, compañeros). Hoy está fraguando los cimientos para vivir su fe en pareja desde otra perspectiva de servicio.
«A mí me importa un pepino lo que pienses, dime lo que vives». Esta frase fue la primera que escuché en la primera reunión a la que asistí en el seminario menor; y de eso tratan estas páginas: de vida, de mi testimonio de vida. No es una reflexión teológica, aunque en ella Dios nos revele algo de cómo son sus caminos. Es la historia de lo que El ha hecho en mí y de cómo yo, a tientas, he tratado de colaborar.
Hace treinta años comenzaba esta andadura, en el seno de una familia sencilla, trabajadora, del barrio popular de La Paloma en Madrid. Soy el primer y único hijo. Y fue mi familia la primera escuela de Evangelio, no porque mis padres fuesen especialmente religiosos, sino porque en ella se respiraba el amor y la unión, señas de identidad del mensaje de Jesús. Mi madre estaba enferma. Era diabética desde los cuatro años y, al poco de mi nacimiento, quedó prácticamente ciega, por lo que desde muy pequeño tuve que adaptarme a esta situación y la acompañaba y ayudaba cuanto podía. Ella siempre volcó en mí afecto y desvelos y sin duda me enseñó la importancia de la vida, la fortaleza ante el sufrimiento y, como luego diré, lo que significa realmente entregar la vida. De mi padre recibí la inclinación a la preocupación por el prój imo y el considerar la vida como un servicio a los demás. Él ha estado siempre muy implicado en actividades culturales y deportivas dentro del barrio, totalmente altruistas, y ha sabido transmitirme eso de una manera muy honda. Es verdad que esas implicaciones hicieron que alguna vez descuidase un poco el núcleo familiar; pero nunca nada que rompiese la unidad entre nosotros. Desde luego puedo decir que he sido educado en un clima familiar normal, donde siempre ha reinado el cariño, respeto y colaboración mutua. Un auténtico tesoro.
Inicié mis estudios en el colegio La Salle-La Paloma, de los Hermanos de La Salle, en el año 1985. Fue en aquel lugar donde di mis primeros pasos en la fe, donde me preparé para recibir la Primera Comunión y empecé a conocer algo de Jesús de Nazaret. Estos pasos estaban sostenidos, claro, por mis padres, si bien no éramos una familia acostumbrada a participar de la misa dominical ni tampoco implicados
en la vida de una comunidad cristiana. Años muy felices de aprendizaje humano y religioso. Puedo decir que en estos años mi relación con Dios fue la propia de un niño de mi edad, tampoco muy pródiga en la vida concreta. Recuerdo con especial cariño los Domingos de Ramos, en los que íbamos los tres y escuchaba con atención la Pasión y Muerte de Jesús. ¡ Cómo me impresionaba lo que aquel hombre inocente había hecho por nosotros! Lo que sí apareció en mí fue la ilusión por la enseñanza y la afición por la lectura y el escribir. Sería de mayor profesor de lengua y literatura.
En el verano en que, acabados mis estudios de EGB, me disponía a iniciar mis estudios de bachillerato en el Colegio Arzobispal de la Inmaculada y San Dámaso, Seminario Menor de Madrid, fallecía mi madre. En los primeros días de julio le avisaron sobre la posibilidad de un transplante de riñón (llevaba tres años en diálisis); ella, con mucha valentía, aceptó. En cambio, una complicación posterior a la operación la llevó el 9 de julio de 1993 a la muerte. En poco más de una semana me quedé sin el gran apoyo de mi madre, contando yo con catorce años. Ahora sí que sabía lo que significaba entregar la vida, como ella había hecho por mi padre y por mí. Ciertamente, el cariño de familiares y amigos hicieron que no me hundiese; es más, no tuve la tentación de echar en cara nada a Dios. Pero, sobre todo, fue la convicción de lo que merece la pena vivir, que me había transmitido mi madre, y el deseo de poder complacerle con una vida buena, generosa y empeñada, lo que constituyó mi motor para seguir adelante.
Y siguiendo adelante, en el transcurso de mi segundo curso de bachillerato, con dieciséis años, viví mi renacimiento a la fe, por expresarlo de alguna manera, en el seno del seminario menor. Ciertamente, encontré en este grupo no sólo una acogida y una verdadera comunidad fraterna; sino también una fe viva, alegre, que me hizo descubrir a Jesucristo no como un personaje del pasado, sino como un compañero de camino que me amaba profundamente, que estaba a mi lado y al que intentar imitarle en el día a día; esto hacía que mi existencia se llenara de una luz nueva y de una felicidad plena. Además esta experiencia de fe me otorgaba un gran consuelo y me ofrecía una respuesta al acontecimiento más triste de mi vida.
En los campamentos, convivencias y celebraciones encontraba una atmósfera que daba oxígeno a mi vida diaria, que podría transformarse en una rutina, y podíamos decir que había encontrado el sentido de mi vida: ser discípulo de Jesús y vivir el Evangelio.
Con el tiempo, la verdad es que no demasiado, surgió en mí esta pregunta: ¿por qué no ser sacerdote? En el grupo me sentía feliz, estaban mis mejores amigos, los cuales casi todos se hacían la misma pregunta; los sacerdotes y seminaristas que se ocupaban de nosotros me llamaban mucho la atención y me producían admiración, un cierto deseo de identificación. Además, siempre había residido en mí la llamada a que mi vida se dedicase al servicio a los demás. Quería ser seguidor de Jesús, quería vivir como él; la mejor manera era siendo sacerdote, era el seguimiento más radical. Además, así me había parecido que Dios me lo indicaba en momentos de oración y de manera especial en aquel Jueves Santo de 1997 durante una Pascua en un pueblecito de Las Alpujarras granadinas. Después de todo el día reflexionando sobre el gesto del lavatorio de los pies, en la celebración descubrí que eso era lo que Él quería de mí: estar a los pies de los hermanos para servirles.
Y aquí llegaron, como es lógico, los miedos y las dudas. ¿Cómo lo tomaría mi padre y mi abuela? Salir con dieciocho años de casa, siendo hijo único y después de lo que había pasado, no iba a ser fácil de aceptar. Les costó un poco al principio; pero luego se ilusionaron mucho. Pero también dar el paso de ir al seminario para formarme y discernir mi vocación, suponía romper con lo que habían sido mis sueños y aspiraciones, que tenía muy claras desde edad muy temprana: estudiar Filología Hispánica, para dedicarme a la enseñanza y formar una familia. Ir al seminario suponía renunciar a estudiar esa carrera para estudiar otra (a lo mejor, con el tiempo, podría hacer Filología); de alguna manera el ministerio cumpliría mi deseo de ser educador de otros; pero sin duda, la vida sacerdotal me apartaría de la formación de una familia. Esto era lo más duro. Pero no seguir esa aparente llamada del Señor, pues así lo contrastaba con el formador del seminario, para mí suponía un modo de egoísmo, una manera de no estar dispuesto a dejar todo por él, un no ser de verdad discípulo de Jesús. Si quería seguir a Jesús de verdad, debía estar dispuesto a dejar mis planes y sobre todo la idea de formar una
familia. Esto era secundario comparado con lo que Cristo parecía ofrecerme. El tiempo evidentemente demostró que esto no tenía nada secundario.
Comencé el seminario mayor con mucha ilusión. Los dos primeros años viví con un grupo de compañeros y un formador en una parroquia muy humilde del barrio de Carabanchel Bajo, la Resurrección del Señor. Para mí fueron los más hermosos: el contacto con la gente del barrio, con situaciones muy difíciles; los grupos de mayores, jóvenes y niños, las catequesis, las actividades de tiempo libre, las celebraciones... todo no hacía sino confirmarme en la repuesta que había dado a Dios. Además el ambiente de la comunidad era muy bueno. Iniciaba los estudios de Teología en San Dámaso y todo me parecía muy interesante. Feliz es el adjetivo que mejor me describía.
A partir de tercero pasamos todos al edificio del seminario mayor. Son años donde ciertamente crecía humana y espiritualmente, donde me daba cuenta de que ser discípulo de Jesús, seguir tras sus huellas, ayudar a construir su Reino era el norte de mi caminar. Me apasionaba el trabajo en la parroquia, la pastoral, como decíamos.
Pero a pesar de todo, mi lucha interior era intensa. No porque no me ilusionase mi vocación sino porque las condiciones para vivirla me parecían realmente difíciles, no terminaba de casar del todo conmigo. Nunca terminaba de aceptar la renuncia a la vida matrimonial que el ministerio sacerdotal exigía. Siempre lo vivía como algo que no quedaba más remedio que aceptar si deseaba ser sacerdote... Ahora compruebo que en mí es una auténtica necesidad, algo irrenunciable, que el carecer de esa vida matrimonial lo que consigue es anularme, frustrarme, convertirme en otro que no soy.
En muchos apuntes de oración reflejaba esa lucha, ese sentimiento de infidelidad cuando en el día a día sentía ese vacío, esa falta de plenitud. Era como ese aguijón que llevaba clavado siempre, mi corazón no se sentía satisfecho. Y cuando dejaba el ambiente del seminario, en vacaciones principalmente, salía a la luz con aún más fuerza. Quizá el
seminario era como esa burbuja donde todo estaba controlado, reglado, a mano, cómodo. La vida comunitaria ciertamente me hacía sentir lleno, también afectivamente, nacieron buenas amistades, sin duda. Por otro lado iba asumiendo lo que se nos decía en los temas de formación; pero, en cuanto llegaba un momento de vacaciones... de nuevo, esa necesidad se hacía fuerte, agobiante, debatida entre un deber (yo era seminarista, no podía empezar ninguna relación) y un desear.
Porque también durante el tiempo del seminario tuve ocasión de enamorarme; sin embargo, en cuanto atisbaba la posibilidad de cierta atracción por alguien, lo desechaba inmediatamente, me decía a mí mismo: «tú no te puedes enamorar»; pero el caso es que mi corazón me lo gritaba. Entonces comenzaba a darme mil explicaciones a mí mismo: «es una crisis», «es una tentación», «esta será tu cruz de cada día», «así puedes abrazar a Jesús Abandonado», «no estás suficientemente cogido por el Señor», «Dios te ama como nadie te va a amar nunca»... Mil y una explicaciones que me hacían por un lado acallar ese grito del corazón y revestirlo de espiritualismo, y por otro acrecentar mi culpabilidad por ser infiel al Señor, porque mi corazón se desviaba de su voluntad. Sí, así lo hice durante los años del seminario, a veces más abiertamente confrontándolo con el formador... sobre todo en los momentos importantes de discernimiento, y muchas veces de una manera oculta, callada, en silencio. En realidad nunca en el fondo expresé esto con transparencia. Y si alguna vez insinué algo, bien lo hacía a «toro pasado», cuando yo me había dado la solución a mí mismo (¡ingenuo!) o bien el formador o el director espiritual me animaban, me decían que veían vocación en mí y me fiaba.
¿Por qué entonces no abandoné el seminario? ¿Por qué no renuncié? De hecho en el paso de 4o a 5o, en esas vacaciones, me pensé interrumpir. No podía ser una eterna crisis. Por un lado, aparecían esas respuestas de las que he hablado antes, que yo mismo me daba. Respuestas, por cierto, que no nacían sólo de mí, sino de la formación y espiritualidad que recibía en el seminario. Respuestas que escuché en sacerdotes, que leí en libros recomendados, etc. Y por otro lado, se añadían miedos: el miedo a cambiar de rumbo radical; la vergüenza de no ser como la gente esperaba que fuese; convertirme en comidilla de la diócesis, como sucedía cada vez que un seminarista se marchaba (¡qué razón tenía en esto por
mi experiencia posterior!); el miedo a tener que empezar de nuevo en la vida, enfrentarte al mundo real; tener que regresar al hogar, cuando parecía, a los ojos de mi familia, que yo ya tenía porvenir asegurado, y convertirme de nuevo en una preocupación para ellos.
Pero el caso es que la llamada de Jesús me continuaba espoleando, me seguía apasionando su misión. Mis estudios me gustaban, la labor en la parroquia, cada fin de semana (ahora en Nuestra Señora de Las Fuentes, en el Barrio del Pilar) me hacía vivir mi deseo de servicio y entrega a los demás. También la oración y la lectura de la Palabra me daban fuerza y consuelo. Las experiencias misioneras que tuve en Tánger en un par de veranos, mi contacto con el Movimiento de los Focolares1, todas estas cosas unidas me confirmaban la vocación, me hacían verla como un camino feliz, alegre, de realización personal, en definitiva, mi camino.
Y por eso decidí seguir adelante. El último año me destinaron a la parroquia de San Camilo de Lelis en el barrio de la Ciudad de Los Angeles, al sur de Madrid. Una parroquia sencilla, con un clima muy familiar y donde verdaderamente aprendí y disfruté mucho. Con ellos estuve hasta que dejé el ministerio. Cuatro años muy hermosos, donde se hacía real aquello que Jesús decía: «Padre, has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente humilde».
Llegué a la ordenación de diácono muy ilusionado, con las mismas reservas de siempre, pero pesaba más la dicha de la meta del recorrido emprendido. Y como me habían enseñado: «el amor de Dios era más grande, era suficiente como para llenar la vida; siendo célibe era la única manera de entregarse hasta el extremo». Por tanto, concluía que llevaría mi renuncia a la vida familiar como mi cruz, mi Jesús Abandonado... Pero, «¿por qué son incompatibles?» -me preguntaba. Y respondía, con un silencio, mejor no pensarlo... es lo que había.
Aquel verano de 2003 en que comencé mi vida de diácono en la parroquia fue durísimo: por una serie de acontecimientos y de vivencias, llegué en algún momento a la conclusión palpable de que yo no estaba hecho para vivir el ministerio; de que el estilo de vida que iniciaba se hacia una losa inmensa. Sentimientos de miseria, de culpa, de
irresponsabilidad llenaron mi alma y me di cuenta de que el deseo de mi corazón por una vida en pareja era muy fuerte, me di cuenta de que no era sólo impulso ni tentación... había algo más... ¿De verdad estaba llamado al sacerdocio? Al mismo tiempo, una soledad inmensa se descubrió ante mis ojos... Recuerdo que expresaba esta crisis diciendo que no era una más... era aún más radical... me llevaba a preguntarme si de verdad este era el camino que Dios quería para mí o era el que yo, mis circunstancias y mis miedos habían hecho posible. Pensé mil cosas: pedir año sabático, irme fuera...
Recuerdo que en septiembre hablé con mi formador y con mi director espiritual y puse palabra a toda esta experiencia. Su diagnóstico fue que era el choque con la realidad, el encontrarme ya fuera del ámbito del seminario, y los miedos de quien ha adquirido un compromiso permanente. Yo me fié, aunque no quedé plenamente satisfecho; sólo quería que empezara el curso en la parroquia y así entregarme de lleno a la pastoral y así fue: la pastoral volvió a ilusionarme. Además en encuentros o retiros con los sacerdotes del movimiento de los Focolares renovaba de nuevo mi ilusión por seguir a Jesús.
Así llegó la ordenación presbiteral, la cual solicité aunque con las mismas reservas y dudas de siempre y dándome las mismas respuesta de siempre. Al fin y al cabo llegaría por fin a ser sacerdote. El ministerio llenaría toda mi vida, las cosas cambiarían al poder involucrarme aún más en la vida de la parroquia. El 8 de mayo de 2004 me ordené presbítero y el 22 de mayo celebré una Eucaristía de acción de gracias en la parroquia. Fue uno de los días más felices de mi vida, decir lo contrario es mentir.
En esos dos años de ministerio lo tenía todo: una parroquia estupenda, veía frutos en mi labor, con mis compañeros de curso y demás sacerdotes había buena relación; pero seguía sintiendo el vacío de fondo, ese eco que me repetía desde lo hondo que no era del todo feliz, que renunciaba a una vida conyugal y familiar, ese desazón que nada ni nadie parecía llenar. Intensificaba la oración, cuidaba la fraternidad presbiteral, veía a los amigos... Nada.
Veía que el ministerio me recortaba, no podía hacer muchas cosas porque era lo que era, me sentía a veces sin ninguna gana de hacer nada, en el fondo de mi corazón hacía las cosas porque tenía que hacerlas. Sí, transmitir el evangelio, ayudar a vivirlo en mí y en quienes me rodeaban me encantaba pero vivir célibe me dejaba vacío, cada día un poco más... Esto no se pasaba, ya no eran crisis, era una constante. Mi corazón me estaba hablando otra cosa desde hacía mucho tiempo y no estaba haciendo caso. Dios mismo me hacía darme cuenta de que no podía seguir engañándome y engañándole a él y a todos; por muchos grupos, catequesis y homilías que pronunciase; aunque la gente me quisiese y alabase mis palabras o mis acciones; aunque Dios me diese muestras de su amor y fuese a veces instrumento suyo y testigo de su bondad con las personas.
Con estas intuiciones de fondo, como el murmullo de un río, trataba de seguir adelante volcado en mi labor pastoral. En el verano de 2005 en el transcurso de un encuentro del movimiento de los Focolares, en Cantabria, conocí a Carmen. Me enamoré enseguida, era maravillosa. Es más, me asusté por el eco que había dejado en mí cuando volvía a Madrid. Pero no, no podía enamorarme, era un despiste, otro obstáculo. Sin embargo, poco a poco, empecé a ser sincero. Carmen era la felicidad que Dios me regalaba. Ella se había colocado en un lugar privilegiado del corazón. Un lugar en el que Dios no sólo no era desbancado sino, al contrario, impulsado a ser amado con mayor radicalidad, desde mi propia verdad asumida. Ahora sí era el verdadero Daniel Orozco el que amaba a Dios con todo el corazón. Amaba a Dios con la sinceridad que no había mostrado en diez años. Amaba a Dios en Carmen y con Carmen.
Al conocerla más, y en la distancia, porque ella es de Sevilla, calladamente, Carmen se convirtió sin ella darse cuenta en la luz que iluminaba por fin todos esos puntos oscuros. También en la fuerza que me hacía enfrentarlos, asumirlos y obrar en consecuencia. No obstante, yo guardaba silencio, no quería hacerle daño. Cuando nos sinceramos el uno con el otro, en Marzo de 2006, encontré esa liberación, reconocía en ella, en nuestra relación, lo que mi corazón había siempre dicho pero que yo me había encargado de acallarlo. Ahora sí me sentía libre. Pero lo
increíble es que el amor que nos había unido, ahora que era mutuo y reconocido por ambos, hizo que viviese con mucha más alegría mis tareas pastorales. Esto me sorprendió. Lejos de encerrarse en exclusivismos, como siempre me habían transmitido, mi corazón, ahora que lo compartía con Carmen, era capaz de dilatarse mucho más. Ahora era capaz de amar a todos y con más intensidad.
No obstante, con gran dolor, porque disfrutaba del ministerio, sabía que las normas de la Iglesia no me permitían compaginar ambas cosas: mi relación con Carmen y mi vida ministerial. No estaba dispuesto a llevar una doble vida; ante todo, tenía que ser honesto. Tenía que elegir y lo hice: preferí a Carmen. Ella me ofrecía algo mucho más fundamental. ¿De qué me serviría ser un cura ejemplar por fuera si por dentro estaba amargado? Terminaría amargando a todos los que estuviesen conmigo. Por eso decidí que dejaría la parroquia y el ministerio en cuanto acabase el curso. Así también me lo pidieron cuando lo anuncié a mi párroco y al vicario episcopal de mi zona.
Antes se lo había dicho ya a mi padre y a mi familia. La cosa, como era de esperar, no cayó muy bien. Si parecía tan feliz, ¿a qué venía esto? ¿Qué iba a pasar ahora conmigo? ¿Quién era y cómo sería Carmen? Sólo entonces, cuando tenía la decisión tomada y lo había dicho a mis superiores, fue cuando volví a ver a Carmen en persona, hasta entonces, nuestra relación había sido en la distancia por teléfono y mail.
Esos meses últimos en la parroquia, en los que tuve que vivir esta doble vida, porque me obligaban a llevarlo en silencio («para no causar escándalo»), fueron una pesadilla. Mi conciencia se rebelaba contra mí, de modo especial, cuando celebraba la Eucaristía. De hecho me negué a hacerlo. Las personas que asistían a ella ¿acaso no tenían derecho a saberlo? ¿Acaso no les estaba engañando? Si esto me hacía feliz, ¿por qué debía ocultarlo como si fuese un crimen? Tenía la impresión de que Dios mismo se avergonzaba de mi proceder hipócrita. Y de hecho, días antes de volver a casa, me sinceré con los jóvenes de la parroquia. Y su repuesta fue, como rezaba un mural que me hicieron con sus dedicatorias: «siempre hemos estado ahí... y seguiremos estando».
Amigos y compañeros sacerdotes se fueron enterando. Y ahí comenzó una avalancha de llamadas, citas, correos... Todos igual... «¿Qué hacía? ¿Cómo era posible? ¡Piénsatelo bien! ¡Es una tentación! ¡El celibato es un don, y tú lo tienes! ¡Estás traicionando algo que has prometido!». Muchos de ellos adjuntaban a estos «sermones» sus propias experiencias. ¡Dios mío, la cantidad de vida falsa y doble que tuve que escuchar esos días! ¿No habían prometido ellos también el celibato? La diferencia, claro, es que después de todo. ellos habían vuelto al redil, se habían arrepentido de sus pecados y ahora sabían lo grande que era la misericordia del Padre. Pero -nos preguntábamos Carmen y yo- ¿qué pasó con aquellas mujeres con las que estuvieron, que habían entregado su amor y ahora eran abandonadas, probablemente con una herida que difícilmente se curaría?
Lo increíble eran las soluciones que me proponían para no abandonar mi ministerio: desde olvidarme de ella, trasladarme a vivir con un compañero para que no me sintiera solo (¿?), hasta irme a Roma a estudiar (¡aunque podría seguir hablando con ella por teléfono!), como me propuso mi vicario episcopal, la primera vez que hablamos. En medio, soluciones como hacer ejercicios espirituales de mes, como se empeñaba en recomendarme el que había sido mi formador, y que por deseo del arzobispo-cardenal se convirtió en mi guía para esta «crisis».
El cardenal me recibió en un par de ocasiones, una antes de dejar la parroquia y otra en otoño, cuando yo ya vivía en casa de mi familia y estaba ya trabajando. He de decir, con sinceridad, que fue quien mejor me acogió y menos intentó sermonearme. Obviamente dejó clara su postura y me exhortó a que lo pensase, a que hiciese ejercicios, pero nunca se opuso a que yo siguiese la decisión que había tomado. Como me dijo: «Nosotros no tenemos una policía que te detenga».
Policías no sé, pero perros pastores, más que pastores, desde luego. Como ya he dicho, el que había sido mi formador en el seminario, se convirtió en director espiritual y nuestras entrevistas resultaban un diálogo de besugos. El tenía clara su postura, yo la mía; y ninguno dábamos el brazo a torcer. Pero eso sí, el malo era yo porque no hacía lo que me
decía. El colmo llegó cuando en el verano, yo ya desligado de todo, quiso, aprovechando que Carmen había venido a pasar unos días conmigo a Madrid, vernos a los dos. Sólo diré que la conversación la inició él con una pregunta a Carmen: «Carmen, ¿tú te irías con un hombre casado?». Después de aquella tarde, decidí negarme a seguir hablando con él.
Todo esto contrastaba con una inmensa paz y felicidad que residía en mí gracias al amor entre nosotros. Estábamos convencidos de que Dios nos había unido, que había hecho florecer, contra todo pronóstico y obstáculo, un amor real, su designio sobre nosotros, por más que el resto nos dijese que eso era imposible o un pecado irremisible. El caso es que en junio de 2006 regresé a casa de mi familia, me instalé en la casa vacía de mi abuela y emprendí un nuevo camino. En julio encontré trabajo de teleoperador en la centralita de una empresa multinacional, donde aún continuo. A los pocos meses, los más de 500 kilómetros entre Madrid y Sevilla, entre Carmen y yo, nos resultaban un suplicio y Carmen se vino a vivir conmigo y aquí comenzó esta hermosa aventura juntos.
Una hermosa aventura no exenta de dificultades y dolores. La acogida de mi familia no fue muy entusiasta al principio. Carmen tuvo que demostrar que no era una «lagarta», y que lo nuestro no era una «aventurilla fugaz». Por otro lado, nos encontramos en la indiferencia más absoluta con respecto a mis amigos sacerdotes y a la propia institución, que se conformó con darme una ayuda, durante un año, de 500 euros. Ni una mano tendida, ni un ofrecimiento, ni una oportunidad. Todas las puertas se fueron cerrando. Si tenía pretensión de dar clases de religión, ya me dijeron que me olvidara hasta que obtuviese la dispensa y la secularización. Como si no hubiera existido. Y cuando no era indiferencia, fue daño, como el que mi mejor amigo sacerdote, entre otras cosas, llegase a negarme asistir a la vigilia pascual de su parroquia, porque «hombre, yo había celebrado allí misa un par de veces y sería un escándalo y un dolor para la gente».
También estaba la dificultad de tener que emprender esta vida juntos sin muchas salidas profesionales por mi parte. ¡De qué servían mis brillantes notas de teología, aun teniendo eso sí, un título con reconocimiento civil. licenciado en ciencias eclesiásticas! Prepararme
oposiciones de auxiliar administrativo es lo que he estado haciendo. Carmen no ha encontrado trabajo tampoco por su enfermedad, obesidad mórbida. Hizo mil entrevistas y siempre decían: «Ya te llamaremos...». Eso la hundió mucho. La hacía sentirse inútil; pero, gracias a nuestra unión y esa mano de Dios que nos cuida, aunque no nos lo pareciese en ocasiones, siempre siguió adelante, mostrando una fortaleza y una esperanza envidiable. Hace unos meses se sometió a una operación de reducción de estómago y, gracias al cielo, ha sido un éxito. Él nos sigue dando aliento y si Él quiere, el próximo año celebraremos nuestra boda, civil claro.
Hubo un momento en que me planteé pedir la dispensa del celibato y de hecho, el arzobispo me puso en contacto con quien llevaba los procesos de secularización. Pero cuando me dio el esquema del currículo que debía presentar, me di cuenta de que, si quería que me la concediesen, tenía que mentir. Decir que no sabía lo que hacía cuando me ordenaba, que era inmaduro, amén de plasmar mis miserias más íntimas. No, yo me sigo sintiendo llamado, sigo viéndome como sacerdote, aunque no me dejen ejercer el ministerio.
Lo que echábamos de menos Carmen y yo era un lugar donde vivir nuestra fe, donde hacer realidad nuestra vocación como familia, mi vocación sacerdotal y su llamada a la misión y a la caridad. Sí, porque Carmen estaba vinculada a su parroquia, con catequesis de niños, con su grupo de focolares, con su ayuda a Cáritas. De todo eso la apartaron, sin decirle nada. De hecho ella se enteró cuando en septiembre (yo había dejado la parroquia en junio y aún no vivíamos juntos) llamó para informarse de cuándo eran la reunión de catequistas para iniciar el curso. Su párroco no le avisó. Él mismo que tuvo la osadía de presentarse, meses atrás, en su puesto de trabajo para pedirle explicaciones. Había recibido una llamada de Madrid, del responsable de los sacerdotes del movimiento de los Focolares y le había dicho que una feligresa suya estaba en una relación conmigo (a mí me conocía como sacerdote del mismo movimiento).
En fin, en esa búsqueda, Carmen encontró a través de Internet a MOCEOP. Yo, al principio, tenía cierto recelo porque la impresión que teníamos desde el seminario era que esos grupos estaban anclados en épocas revolucionarias y que eran poco menos que unos locos herejes. Al final nos decidimos a entrar en contacto y, la verdad, para nosotros ha sido una estrella en la noche. No sólo la acogida que nos han brindado, sino también recibir la sabiduría de la experiencia de quienes han pasado por lo mismo que nosotros. En cuanto a su visión de las cosas, yo lo que puedo decir es que lo que he comprobado es que se trata de gente que vive el evangelio, comprometida con su mundo, mucho más al día de las cosas, capaz de diálogo y de ser buenos samaritanos para tantas personas tiradas al borde del camino, a los que los «sacerdotes levitas» y «escribas fariseos» evitan dando un rodeo.
Gracias a este encuentro, he comprobado que el camino que Dios me ha mostrado no es una locura mía. Mi vocación había sido siempre ser cura casado; y yo no me había dado cuenta. Por eso esa lucha interior, por eso esa vivencia ambivalente. Sí ya sé que eso no existe hoy en la Iglesia Católica Romana, pero en su momento tampoco existieron los monjes, los eremitas o los laicos consagrados. Es la vocación que Dios quiere de mí. Y para eso me ha dado a conocer no sólo a MOCEOP sino, sobre todo, a una persona con la que compartir esta misión, esta ilusión y estilo de vida. Carmen es el pilar fundamental de mi vida (después de Dios, que si no lo digo, ella se enfada). Sin ella sería un desgraciado. Fortaleza, ánimo, impulso, frescura, renovación para mi vida. Siempre me ha animado a ir tras esas huellas de Jesús de Nazaret, a buscar ese camino común y personal que El nos ha entregado.
Es de justicia también agradecer a tantos familiares, amigos y algún «ángel» que ha aparecido de repente, el apoyo, el cariño y las oportunidades ofrecidas. Ellos son también parte de esta historia.
A día de hoy, nos sentimos con la manos vacías, alzadas, puestas a disposición de lo que El quiera. Estamos a la escucha, a la espera de conocer cómo y dónde quiere que hagamos realidad su sueño, su Reino. «Aquí estamos, Señor, envíanos».
(Notas)
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